Creo que fue la imagen de esas muletas amontonadas contra la pared lo que despertó en ella el deseo de hacer la peregrinación. Estábamos en mayo de 2018 y mi madre me pidió, así, de la nada, que la llevara al Oratorio de San José, en Montreal, Canadá. Llevaba un año y tres meses de haber sido diagnosticada con un caso terminal de ELA y estaba empezando a perder el uso de sus piernas. Los médicos estimaron que le quedaban unos dos o tres años de vida.
Mi hermano, mi padre y yo estábamos ocupados con las tareas prácticas para remediar por adelantado sus sucesivas necesidades, como el adaptar para ella una silla de ruedas eléctrica, investigar cómo espesar los líquidos y cómo organizar por anticipado las instrucciones médicas especializadas.
Mi mamá no quería hablar mucho de esas cosas. Ella vacilaba entre el miedo, el enojo y la firme resolución de no concentrarse en los problemas del mañana cuando los de hoy eran suficientes.
Tenía también la intención de obtener un milagro.
Mi mamá estuvo convencida hasta el final de que Dios podía sanarla. “Cuando recupere el uso de mis piernas”, empezaba diciendo, describiendo, luego las esperanzas que tenía para su futuro.
Mi padre ya la había acompañado a Lourdes y a Fátima. Y ella regresó en el mismo estado en el que se fue. Más tarde, ella y yo volamos a Arlington, Virginia, a una conferencia de mujeres, con el fin de que pudiera encontrarse con la hermana Briege McKenna, una hermana religiosa irlandesa con el don de sanación. Y salió de ese evento sin obtener una cura.
Y luego me pidió que hiciera un viaje de 10 horas en auto desde Nueva Jersey hasta Canadá. Yo estaba empezando a preocuparme de que su fe se convirtiera en desesperación, pero no tenía el corazón para ponerle un alto a su idea. Además, se nos estaba acabando el tiempo para futuros viajes madre - hija.
Mi mamá había estado leyendo sobre San Andrés Bessette, ese portero de Quebec de Notre Dame College, en Montreal. El santo Bessette fue un hermano religioso de la Congregación de la Santa Cruz a quien se le asignó el cargo de portero debido a su mala salud y a su falta de educación. Sin embargo, la suya no fue una vida oculta. Muchos visitantes que oraron con él recibieron sanaciones físicas y la noticia de esto se difundió rápidamente. La gente acudía en masa a verlo.
El hermano Bessette atribuía las curaciones a la intercesión de San José, y no a sí mismo. Con el fin de incrementar la devoción al padre adoptivo de Jesús, ahorró dinero para construir un pequeño templo dedicado a él.
Cuando se inauguró el oratorio en 1904, se le asignó el cargo de guardián de él a tiempo completo. Allí recibía a miles de peregrinos, muchos de los cuales obtuvieron curaciones físicas. Después de la muerte del hermano Bessette se construyó una basílica más grande. Es el santuario más grande del mundo en honor a San José y atrae a más de 2 millones de peregrinos al año. Tanto el santuario más pequeño como la basílica están llenos de muletas que los peregrinos han dejado después de orar en ese lugar.
Una regla general de las peregrinaciones religiosas es que cualquier cosa que pueda salir mal, lo hace. Apenas una hora después de haber estado manejando, al hacer una escala en Vince Lombardi, en la autopista de peaje de Nueva Jersey, tuve la impresión de que las cosas se estaban complicando.
Acompañé a mi madre —que se ayudaba de su andadera— al baño sólo para encontrarnos con que el baño para discapacitados estaba ocupado por una mujer sin discapacidad. Una vez que entramos al gabinete, recibí mi primera introducción al mundo del cumplimiento de las reglas de la ADA. Resulta que cuando se trata de discapacidades, el enfocar los requerimientos con un único patrón para todos no permite verdaderamente adaptarse a todas las necesidades.
Nuestro Airbnb anunciaba también la accesibilidad para discapacitados, pero las camas estaban demasiado cerca del piso como para que mi mamá pudiera entrar y salir de ellas, y las paredes apestaban a humo. El fin de semana que elegimos coincidió con una carrera del Grand Prix, por lo que las calles de la ciudad estaban bloqueadas por autos deportivos y llenas de turistas. De por sí era difícil circular por ellas, pero esto lo dificultaba aún más.
Por no hablar de la parte más decepcionante del viaje: cuando llegamos a la tumba de San Andrés, la encontramos cerrada a los visitantes por reparaciones. Cuando vi la barrera, empecé a llorar.
Me dolían las manos de empujar a mi madre por las calles de la ciudad y por haber subido la empinada pendiente para llegar a la basílica. Pero, más que nada, sufría yo por ella. Habíamos recorrido todo este camino —toda esa distancia física y emocional— para encontrarnos con un portero que no podía abrirnos precisamente esta puerta.
No tuve el valor de mirarla a la cara, así que la llevé unos pasos más allá, hasta los ocho altares dedicados a San José. Allí aparece el santo en relieve, iluminado por un intenso tono rojo que emana de las velas votivas. Hay ocho altares, cada uno de ellos dedicado a un grupo de personas para quienes se busca la intercesión del santo, entre ellos están los de José, Guardián de los Puros de Corazón; José, Protector de la Iglesia; José, Pilar de las familias; José, Terror de los demonios; y José, Modelo de obreros.
Luego nos detuvimos cerca de los otros tres y nos sentimos conmocionadas: José, Esperanza de los Enfermos; José, nuestro Consuelo en el sufrimiento; y José, Santo Patrono de los moribundos. Parecía que San Andrés estaba haciendo lo que siempre había hecho: alejar a los peregrinos de él y dirigirlos hacia San José.
Nos detuvimos allí, en el último altar orando juntas:
Abre nuestros ojos para que podamos vislumbrar el camino hacia la vida eterna que se encuentra más allá de la muerte. / Que nada nos separe del amor de Dios, ni la negatividad, ni la ira, ni la depresión. / Fortalece nuestra fe en el Dios que siempre encuentra formas de conservamos en su amistad / Permanece a nuestro lado, tomándonos de la mano, cuando demos los primeros pasos hacia el reino eterno.
Tres años más tarde, mi padre, mi hermano y yo estábamos orando junto a la cama de mi madre mientras ella recibía la unción de los enfermos. Ella murió unas cuantas horas después. Pasé mucho tiempo preguntándole a Dios por qué mi madre no estaba entre los peregrinos que salían de las aguas de Lourdes con la capacidad de caminar, o entre los que dejaban su silla de ruedas en el oratorio.
Pero ahora puedo imaginarme que, al pasar de esta vida a la siguiente, ella atravesó las puertas del cielo con esas piernas que quería recuperar, siendo recibida en la puerta por San Andrés. Y el siempre glorioso Patrono de la santa muerte estaría, seguramente ahí cerca, acogiéndola en su hogar para que descansara al finalizar su peregrinaje terrenal.
Elise Italiano Ureneck es colaboradora de Angelus y columnista de Catholic News Service, laborando desde Rhode Island.