El club de los asesinatos del jueves, de Netflix, es el tipo de entretenimiento ligero de la cultura pop que suelo disfrutar y sobre el que me gusta escribir con frecuencia.
Es un misterio de asesinato entretenido y en su mayoría inofensivo, con un elenco de estrellas, un gran presupuesto de producción y ambientado en un lujoso y pintoresco hogar de retiro. Y como toda historia policial británica revela, estos pequeños paraísos están llenos de caos y resultan más peligrosos que el metro de Nueva York a las tres de la mañana.
Digo “en su mayoría inofensivo” porque, al fin y al cabo, se trata de una película comercial producida en 2025, el tipo que exige a un espectador católico como yo establecer una especie de tregua cultural con el contenido. Así que cuando se presentan actos cuestionables o abiertamente inmorales —necesarios para el contexto de la historia pero no aprobados— sigo mirando con la mente abierta. Es como si el contenido y yo estuviéramos en “conversaciones de paz”, por decirlo así.
Los actos inmorales en el arte no son automáticamente descalificadores para mí. Macbeth no sería una obra de teatro sin asesinato ni flirteo con las artes oscuras. El asesinato del rey es el elemento definitorio, y la trama sobrenatural impulsa la historia y conduce al protagonista a un trágico final. Nunca se sugiere que estos actos sean otra cosa que intrínsecamente desordenados.
En ese sentido, El club de los asesinatos del jueves iba bien mientras invertía unos 90 minutos de mi vida terrenal en este pasatiempo escapista, suspendiendo mi incredulidad mientras veía a septuagenarios resolver simultáneamente un caso antiguo y una investigación activa.
Encontré mucho que disfrutar en la película: los actores tenían química, y aunque la trama era confusa y a veces demasiado conveniente, no fue una completa pérdida de tiempo. Pero todo lo bueno llega a su fin, y para mí, ese final llegó hacia el desenlace.
Los “ancianos” habían enseñado nuevos trucos a los “jóvenes”, salvaron el día —y también su residencia— y la justicia prevaleció… o al menos, la justicia según una visión secular y materialista.
Cuando se comete el último acto vil, se desenmascaran los culpables y se resuelve el misterio, queda un último asunto pendiente, y es allí donde se rompieron mis “conversaciones de paz” con el entretenimiento popular.
La penúltima resolución de la historia implica una eutanasia combinada con un suicidio. A diferencia de Macbeth, estas dos acciones se presentan como algo intrínsecamente bueno. Los personajes del filme ven esta mezcla de desprecio por la vida como algo triste, pero no moralmente indefendible. De hecho, los personajes —y quienes hicieron la película— consideran la muerte de una mujer enferma y el suicidio de su esposo como una especie de “bien” para ambos. Si esto hubiera ocurrido al comienzo de la película, la habría apagado.
Recientemente, el obispo Daniel E. Thomas, de Toledo, Ohio, publicó una carta pastoral que expresa de forma precisa lo que sentí ante esta pieza de cultura pop. No, el buen obispo no estaba escribiendo sobre cómo deben terminar los misterios policiales. Su tema era mucho más profundo. Titulada El cuerpo revela a la persona, aborda la ideología de género y cómo separa a los seres humanos de su propia identidad.
En esta carta, llena de compasión hacia quienes sufren disforia de género y otras realidades complejas, el obispo reflexiona sobre el “dualismo y la ética de la vida humana”. Al leerla, me di cuenta de que podría haber estado escribiendo sobre la película que acababa de ver.
“Si uno piensa que el cuerpo es bueno no en sí mismo, sino solo en la medida en que permite participar en otras actividades humanas buenas”, escribe Thomas, “uno puede fácilmente asumir que es misericordioso poner fin deliberadamente a la vida de las personas incapaces de participar en esas actividades”.
Para mí, dos pequeñas frases de la extensa carta del obispo me rescataron en un momento de cinismo y tentación de reaccionar con indignación moral ante la película: “Nuestra persona es amada por Dios. Es sagrada”.
Son palabras oportunas no solo para el público al que el obispo dirigió su carta pastoral, sino también para quienes crean entretenimiento popular y para quienes lo consumimos. El obispo ha encendido una vela de verdad para iluminar cualquier oscuridad que se cruce en el camino.