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En su novela "Oscar y Lucinda", Peter Carey ofrece esta colorida imagen del cotilleo. El escenario es un pequeño pueblo en el que corren rumores sobre el cura y una joven en particular. He aquí su metáfora:

"El vicario de Woolahra la llevó entonces de compras y la sociedad, que siempre sintió las compras como la actividad más íntima, se alegró de sentir cómo subía la presión del vapor en su interior mientras se preparaba para ser debidamente escandalizada: sus tuberías gemían y se estiraban, se oían los ruidos en sus paredes y sótanos. Imaginaban que él pagaba sus galas.

Cuando se enteraron de que no era así, de que la muchacha tenía soberanos en el monedero -suficientes, según se dijo, para comprarle al cura un par de gemelos de ónice-, la presión no bajó, sino que se mantuvo constante, de modo que, si bien no llegaba al punto en que la indignación siseaba a través de las válvulas abiertas, mantenía un buen estruendo, una nota más baja que sonaba como un gruñido en la garganta de un perro pequeño".

¡Qué imagen tan acertada! Los cotilleos se parecen al siseo del vapor de un radiador o al gruñido de un perro pequeño, y sin embargo son importantes. Durante la mayor parte de nuestras vidas, formamos comunidad en torno a él. ¿Por qué?

Imagínese que sale a cenar con un grupo de colegas. Aunque no hay hostilidad manifiesta entre vosotros, hay claras diferencias y tensiones. De forma natural, no elegirían salir a cenar juntos, pero las circunstancias les han unido y están sacando lo mejor de ello.

Cenan juntos y las cosas van bien. Hay armonía, bromas y humor en la mesa. ¿Cómo consiguen llevarse tan bien a pesar de las diferencias? Hablando de otra persona. Gran parte del tiempo lo pasamos hablando de otros en cuyos defectos, excentricidades y carencias todos estamos de acuerdo.

O hablamos de indignaciones compartidas. Acabamos pasando un rato armonioso juntos porque hablamos de alguien o de algo cuya diferencia con nosotros es mayor que nuestras diferencias entre nosotros. Por supuesto, te da miedo levantarte de la mesa porque ya sospechas de quién van a hablar entonces. Tu miedo está bien fundado.

Hasta que alcanzamos un cierto nivel de madurez, formamos comunidad en gran medida en torno al chivo expiatorio, es decir, superamos nuestras diferencias y tensiones centrándonos en alguien o algo sobre lo que o con lo que compartimos un distanciamiento, indignación, ridiculización, enfado o celos comunes. Ésa es la función antropológica del cotilleo, y es muy importante.

Superamos nuestras diferencias y tensiones convirtiendo a alguien o algo en chivo expiatorio. Por eso es más fácil formar una comunidad contra algo que en torno a algo, y por eso es más fácil definirnos más por aquello contra lo que estamos que por aquello a favor de lo que estamos.

Las culturas antiguas lo sabían y diseñaron ciertos rituales para eliminar la tensión de la comunidad mediante la búsqueda de chivos expiatorios. Por ejemplo, en la época de Jesús, en la comunidad judía existía un ritual que básicamente funcionaba así: A intervalos regulares, la comunidad tomaba un macho cabrío y lo adornaba simbólicamente con las tensiones y divisiones de la comunidad. Entre otras cosas, lo cubrían con un paño púrpura para simbolizar que los representaba a ellos y le clavaban una corona de espinas en la cabeza para hacerle sentir el dolor de sus tensiones. (

Observe cómo Jesús es envuelto en estos símbolos exactos cuando Pilato lo muestra a la multitud antes de la crucifixión: "Ecce homo" ... "¡He aquí vuestro chivo expiatorio!") El macho cabrío fue perseguido hasta morir en el desierto. Su salida de la comunidad se entendía como la eliminación del pecado y la tensión de la comunidad, dejando a la comunidad libre de tensión por su destierro.

Jesús es nuestro chivo expiatorio. Él nos quita el pecado y la división, aunque no mediante el destierro de la comunidad. Él quita nuestros pecados acogiéndolos, cargándolos y transformándolos para no devolverlos. Jesús quita el pecado de la misma manera que un filtro de agua purifica, reteniendo las impurezas dentro de sí y devolviendo sólo lo que es puro.

Cuando decimos que Jesús murió por nuestros pecados, tenemos que entenderlo así: Absorbió el odio y devolvió el amor; absorbió las maldiciones y devolvió las bendiciones; absorbió la amargura y devolvió la gracia; absorbió los celos y devolvió la afirmación; y absorbió el asesinato y devolvió el perdón. Al absorber nuestros pecados, diferencias y celos, hizo por nosotros lo que nosotros, de un modo menos maduro y menos eficaz, intentamos hacer cuando nos crucificamos unos a otros con chismes.

Y ésa es la invitación que Jesús nos hace: Como adultos, estamos invitados a dar un paso adelante y hacer lo que hizo Jesús, es decir, acoger las diferencias y los celos que nos rodean, retenerlos y transformarlos para no devolverlos con la misma moneda.

Entonces ya no necesitaremos chivos expiatorios, y las tuberías de vapor de las habladurías dejarán de silbar y el gruñido grave de ese pequeño perro que llevamos dentro se callará por fin.