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Ahora que he llegado a los 40, he comenzado a observar con sinceridad y atención a la mujer en la que me he convertido, y las áreas en las que aún deseo crecer y sanar. En mi último cumpleaños, no podía dejar de pensar: “Creí que ya tendría controlada mi preocupación”.

Es una batalla que he librado desde que tengo memoria.

Ya he escrito en estas páginas que mi mentalidad por defecto es ansiosa. Estoy constantemente anticipando las necesidades de los demás por temor a fallarles, y elaboro con regularidad planes de contingencia para toda clase de escenarios hipotéticos.

He escuchado muchas teorías al respecto: la genética (mi árbol genealógico está lleno de otras manzanas ansiosas); fui separada de mis padres varias veces para someterme a cirugías importantes antes de cumplir dos años, así que estoy programada para buscar control; soy mujer y millennial, y aunque nos dijeron que podíamos tenerlo todo, el precio fue el perfeccionismo.

Tener una mente hiperactiva tiene sus ventajas: ha sido una bendición para la escritura, ya que constantemente busco significado y conexiones en mis experiencias cotidianas. También me ha servido para dirigir varias oficinas de comunicación y ahora una casa con tres niños menores de cinco años.

Las desventajas son evidentes: insomnio ocasional, listas interminables, estar tan ocupada pensando en el futuro que me pierdo lo que ocurre en el presente.

Como católica, sé que el Señor desea mi libertad de la preocupación y el miedo. He leído más veces de las que puedo contar la famosa advertencia de Jesús:

“¿Quién de ustedes, por mucho que se preocupe, puede añadir una sola hora al curso de su vida? ¿Y por qué se preocupan por la ropa? Observen cómo crecen los lirios del campo. No trabajan ni hilan. Pero yo les digo que ni Salomón, en toda su gloria, se vistió como uno de ellos. Y si Dios viste así a la hierba del campo, que hoy está y mañana se echa al horno, ¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe?” (Mateo 6, 27–30).

Siempre he luchado con la tensión entre creer sinceramente en la providencia de Dios y al mismo tiempo vivir con preocupación. Es fácil sentir vergüenza, como si pudiera orar y todo desapareciera.

Eso fue así hasta que leí “Anxiety: A Catholic Guide to Freedom from Worry and Fear” (“Ansiedad: una guía católica para liberarse de la preocupación y el miedo”), publicado por Sophia Institute Press (USD 19,95). Escrito por los terapeutas clínicos Art y Laraine Bennett y su hija Lianna Bennett Haidar, el libro busca ayudar a los católicos a entender el aumento de los trastornos de ansiedad a la luz de la ciencia y la fe.

Anxiety reconoce las realidades fisiológicas y psicológicas, cómo estas se relacionan con la Escritura y la Tradición, y ofrece herramientas prácticas para reentrenar el cerebro y romper patrones de pensamiento y comportamiento dañinos.

El libro no sustituye la ayuda profesional. Pero el trasfondo clínico de los autores, junto con su fe católica, les permite comprender tanto la ciencia de la ansiedad como dónde encontrar la paz duradera que todos buscamos en Cristo.

Los Bennett y Haidar señalan que la ansiedad crónica y los trastornos de ansiedad han ido en aumento, incluso antes del COVID-19. Este tipo de ansiedad se define como una “preocupación o miedo excesivo que ocurre más días que no durante al menos seis meses”. Sus señales más comunes incluyen inquietud, fatiga, dificultad para concentrarse, irritabilidad y tensión muscular.

Si bien todos heredamos la respuesta de lucha o huida de nuestros antepasados (la que les enseñó a correr de los tigres dientes de sable), hoy nuestras amígdalas —la parte del cerebro responsable de esa reacción— están funcionando a toda marcha incluso cuando las circunstancias no lo justifican.

En quienes padecen ansiedad crónica, la amígdala se activa por una posible amenaza futura, no inmediata.

Los autores proponen tres caminos posibles para quienes enfrentan el miedo crónico:

  1. No hacer nada y seguir preocupándose por preocuparse.

  2. Evitar la ansiedad, eliminando o desconectándose de todo lo que genera nerviosismo.

  3. Enfrentar la ansiedad de frente mientras se evalúan los desencadenantes desde la parte racional del cerebro.

El libro apuesta por esta tercera opción. Una de las primeras recomendaciones de los autores es localizar la ansiedad en el cuerpo. La mayoría de los pacientes la ubican en el pecho, donde sienten palpitaciones y dificultad para respirar. Esto se debe a que la amígdala libera adrenalina y cortisol frente a una amenaza percibida.

Una vez localizada, la ansiedad puede enfrentarse directamente. Esta táctica también es promovida por otro católico en el campo, el Dr. Kevin Majeres, conductor del pódcast Optimal Work y miembro de la Facultad de Psiquiatría de la Universidad de Harvard. Majeres alienta a sus oyentes y pacientes a “acercarse” a la ansiedad.

“Reformular [la ansiedad] como una dosis útil de adrenalina puede ser una oportunidad para entrenar la propia amígdala a responder de formas más adecuadas”, ha dicho.

Los autores coinciden. Si alguien se acerca a la ansiedad con curiosidad, preguntándose: “¿Cómo me siento ahora mismo?”, puede crear un espacio entre la ansiedad y sus pensamientos. Esto permite reducir la actividad de la amígdala y fortalecer la corteza prefrontal, la parte racional del cerebro.

También creen que, sin importar la causa de la preocupación —ya sea temperamento o disposición heredada—, nadie está predestinado ni condenado a vivir así. La capacidad de crecer en virtud con la ayuda de la gracia es parte esencial de la vida cristiana.

Un paso clave para crecer es examinar los propios mecanismos de afrontamiento. Aunque no se nos pide vivir como los Padres del Desierto, es importante hacernos preguntas como: “¿Cuál es la diferencia entre tomar una copa de vino y usarla para escapar?” o si dependemos demasiado del entretenimiento por miedo a la soledad.

Cuando alguien decide enfrentar el miedo en el momento y lugar donde aparece —deteniéndose, evaluando el nivel de amenaza, examinándolo con curiosidad y trazando un plan racional para avanzar—, encuentra una manera sana de afrontarlo. De lo contrario, la amígdala seguirá creciendo y disparándose en momentos inadecuados, porque se le ha permitido hacerlo.

Los autores completan sus consejos con la conocida estrategia de reformular. Aunque es fácil ver las situaciones con pesimismo, alientan a preguntarse: “¿Cómo vería Dios esta situación?” Esto puede expandir la perspectiva y ayudar a identificar una oportunidad para crecer y santificarse.

¿Quiere Jesús que nos preocupemos? Definitivamente no. ¿Pero entiende nuestra ansiedad? Por supuesto que sí.

Citando un comentario sobre la ansiedad en la obra de Hans Urs von Balthasar, los autores comparten que “...Dios no viene a abolir la ansiedad”, sino que, en solidaridad con quienes la sufren, “la transforma al dar a la humanidad una perspectiva y orientación para superarla”.

Anxiety es el primer libro de su tipo dirigido a católicos que viven con preocupación y miedo crónicos. Ofrece una mirada integral a la realidad de que “Dios nos ha creado de modo que, como almas encarnadas hechas a su imagen y semejanza, tenemos cerebros con la capacidad de sanar y restaurar la salud mental”.

Por primera vez en mucho tiempo, tengo un plan para mi próxima autoevaluación de cumpleaños. Y es esperanzador.