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John Candy en “I Like Me”: por qué este ‘hombre común’ católico nos resultaba tan entrañable

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El nuevo documental de Amazon Prime sobre el fallecido actor John Candy lleva por subtítulo “I Like Me” (“Me gusto”), una frase tomada de su famoso monólogo en Planes, Trains, and Automobiles (“Mejor solo que mal acompañado”), donde se defiende de las burlas del yuppie interpretado por Steve Martin. ¿Qué importa si el mundo lo desprecia, cuando sus amigos lo quieren y él se quiere a sí mismo?

La ironía es que el mundo entero veía a Candy como su amigo. Fue esa simpatía innata la que elevó sus mejores proyectos, sostuvo los peores y priva a su propio documental de cualquier tipo de tensión dramática. Todos los entrevistados son incapaces —o simplemente no quieren— decir una sola palabra negativa sobre él (lo cual, con la edad, uno aprende que viene a ser lo mismo).

Candy pertenecía a esa especie en peligro de extinción conocida como “el hombre común”. Nació en Toronto, se hizo un nombre en Chicago, ganó dinero en Los Ángeles y pasó sus últimos días en México. Cada lugar lo lamentó como si fuera uno de los suyos. Yo misma me sentí con derecho sobre él: en la película Volunteers, él interpretaba con orgullo a Tom Tuttle, de Tacoma, Washington —mi ciudad natal.

Candy jugando al golf en el Riviera Country Club de Pacific Palisades en 1991. (Shutterstock)

Candy fue uno de los grandes personajes de Dios y, como tal, su vida a veces parecía literatura sin sutileza. Nació en Halloween, y exactamente cinco años después, en la misma fecha, su padre murió de un ataque al corazón a los 35 años, un evento que lo convenció de que vivía con tiempo prestado. Eso lo llevó a no desperdiciar los años que tenía, pero también a no preocuparse por los que pudiera tener. Su muerte por un ataque al corazón a los 43 años tuvo algo de tragedia griega: quizá oír la profecía lo volvió fatalista e incapaz de evitarla.

Uno de los riesgos de morir joven es que quienes quedan atrás te conviertan en santo a costa de tu humanidad. La narrativa predominante sobre Candy lo confunde demasiado con su personaje bonachón de Planes, Trains, and Automobiles. Pero, contrariamente a lo que muestran los archivos, Candy no brillaba con luz beatífica. Era canadiense, así que normalmente vivía sin luz alguna. Ser un “hombre común” también implica ser un hombre, aunque esto no sea un gran pecado: salvo Guinefort, la mayoría de nuestros santos también lo fueron.

Una de las frases más reveladoras del documental proviene de su viuda, que ríe al recordar cómo lo llamaban un “católico rebelde”, cuando en realidad John era simplemente católico.

Festejaba, bebía y, en sus propias palabras, “vivía en pecado” con su esposa antes del matrimonio. Pero se casaron en una iglesia católica que, en un hermoso detalle propio de un autor poco sutil, aún estaba en construcción. Su fe podía ser un trabajo en progreso, pero no una reconstrucción. Lo intentaba, fallaba, no se excusaba y volvía a intentarlo. Guardaba rencores —especialmente cuando se trataba de dinero que le debían—, aunque parecía que su enojo nacía del hecho de que que lo estafaran limitaba sus oportunidades de ser generoso. Uno de sus últimos actos en vida fue una donación privada al hospital de la ciudad de Durango, una ciudad a la que había llegado apenas unos días antes.

Para quienes lo conocían solo por la pantalla, Candy simbolizaba la benevolencia sin pretensiones que todos creemos poseer, si tan solo la realidad —y nuestro carácter— no se interpusieran. Pero para quienes lo conocieron personalmente, su virtud era sencilla y constante, justo en esa manera que la mayoría de nosotros encuentra imposible.

Por ejemplo, el documental muestra lo especialmente amable que era con los miembros del equipo técnico. Su caridad no era performativa, de esa que resulta insultante por dejarte claro cuán bajo se han rebajado para rozar tus hombros. Candy era un trabajador que nunca lo olvidó, veía a todos como seres humanos y sabía que a los seres humanos les gusta la pizza. Sus fiestas incluían a todos, no solo a actores en su misma categoría fiscal.

También había caridad en su contención. Una de las partes más duras de I Like Me muestra entrevistas en las que los reporteros, confundiendo amabilidad con confianza, se burlan de su peso. Candy reía profesionalmente, pero siempre se percibe un instante antes de que la máscara se coloque, cuando su boca y sus ojos no comparten la misma broma. Como dice el título, Candy se gustaba a sí mismo, pero es duro cuando sientes que eres tu único defensor.

La gran tragedia de John Candy fue que veía cambiar sus hábitos como una rendición, y cualquier preocupación por su salud como otra crítica más. Si no podía tener autoestima, al menos se aferraría al “yo”, prefiriendo hundirse con el barco antes que arriesgarse al océano frío y vacío.

Imagen promocional de la nueva película de Amazon Studios “John Candy: I Like Me.”

Mi padre, fanático de Candy, tuvo la hombría de admitir que se le humedecieron los ojos al verlo. Le concedí su momento de ternura, guardando mis bromas para otro día. Pero cuando me tocó verlo a mí, tropecé con los mismos instantes.

Uno fue cuando los hijos de Candy se describen como detectives que intentan descubrir al padre que les fue arrebatado antes de poder conocerlo. Sus palabras capturaron perfectamente mi propia experiencia con mi madre, que murió cuando era niño. Otro fue el momento en que se cerró la autopista 405 para su procesión fúnebre (que comenzó en St. Martin of Tours, en Brentwood), un honor reservado normalmente a presidentes o papas. O casi al final, cuando encontraron el cuerpo de Candy sobre la cama del hotel y su Biblia de los Gedeones caída al suelo. Creen que estaba leyéndola.

No, no lloré. Pero sí cambié a Uncle Buck antes de correr el riesgo de hacerlo.

Joe Joyce
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Joe Joyce