Read in English

Cuando un bienintencionado feligrés de mi parroquia se enteró de que la casa familiar de mi esposa se había incendiado durante el incendio de Palisades en enero pasado, su primera respuesta fue: “Solo son cosas”.

Este cliché piadoso no alcanza a abarcar la pérdida de recuerdos, recuerdos familiares, documentos y toda una historia que se esfuman con semejante destrucción. “Solo son cosas” consuela tanto como la típica promesa política de “pensamientos y oraciones”.

Mientras la familia de mi esposa aún lidia con la creciente y dolorosa conciencia de todo lo que les fue arrebatado de forma tan inesperada y cruel, mi familia enfrenta el desafío opuesto.

Cuando mi madre falleció en febrero, mis hermanos y yo nos vimos ante la tarea poco envidiable de clasificar literalmente un siglo de cosas en su casa. Aunque, como sugiere mi apellido, la ascendencia de mi padre es sueca, al parecer mis padres jamás oyeron hablar del principio sueco de la “limpieza de muerte” o döstädning. Ese término se popularizó hace algunos años gracias a un libro de Margareta Magnusson. Su argumento, típicamente minimalista y sueco, es que debemos evitarles a nuestros descendientes la carga de heredar, tirar o vender nuestras cosas, deshaciéndonos de ellas o regalándolas antes de morir.

Así que, mientras la familia de mi esposa se enfrenta a lo perdido, mi familia lidia con lo encontrado. No solo con cada tarjeta del Día del Padre o de la Madre que alguna vez dimos, sino con nuestras libretas de calificaciones, historiales médicos, cartas, recuerdos y mucho más. Encontramos tarjetas de felicitación por mi nacimiento, y tarjetas por el nacimiento de mi papá en 1918.

Sin proponérselo, la casa de mis padres se convirtió en una cápsula del tiempo para nuestra familia, con todo desde las libretas escolares y universitarias de mis padres, hasta un cuaderno donde mi mamá anotó pasos de baile que aprendió en una academia de Arthur Murray antes de conocer a mi papá. Las cartas de mi padre a sus padres estaban todas conservadas, muchas encuadernadas. También encontramos muchas de las cartas que su padre le respondió.

Mi padre fue profesor en la Universidad Loyola Marymount desde 1946. Enseñó a cientos, quizás miles de estudiantes, y guardó apuntes de clase, así como exámenes mimeografiados de todos esos años. También tenía archivos meticulosos sobre casi todos los grandes autores de los últimos 200 años, incluidos apuntes de su maestría en Harvard y su doctorado en la USC. Aparentemente, nunca tiró ninguno.

Así que me tocó la ingrata tarea de revisar esos archivos —todos escritos con su caligrafía ejemplar, que yo no heredé—, quitar clips oxidados y hojear cada hoja antes de depositarla en tacho tras tacho de reciclaje.

No sentí que estuviera purgando, sino borrando: borrando los esfuerzos de mi padre que documentaban toda una vida de estudio y enseñanza. Era un maestro de maestros, más interesado en encender la imaginación de sus alumnos que en publicar en alguna revista académica. El registro que descubrimos deja claro que fue un alumno ejemplar y que quiso ser también un profesor ejemplar.

Y aunque lo que mi madre guardaba no era académico, en lo que preservó también había historia: calendarios personales donde anotaba cada resfrío, cada visita al médico, cada evento importante en la vida de sus ocho hijos. También heredó vajillas, cristalería y cubiertos de varios antepasados: más cosas guardadas en un oscuro armario del pasillo, casi nunca usadas. Todo eso ahora es también parte de nuestra herencia no deseada.

Y sobre todo, literalmente, se alzan nuestros estantes del suelo al techo, repletos de tomos con las obras completas de prácticamente todos los autores ingleses del siglo XIX y más. ¿Qué se hace hoy con las obras completas de John Ruskin, en una época en la que incluso leer un diario impreso parece una tarea sobrehumana?

Este largo proceso póstumo de revisión y descarte me hizo pensar en mis propias cosas. Porque la manzana no cayó lejos del árbol. Tengo estantes llenos de libros (y por eso no hay espacio para los de mi padre). Aún guardo recuerdos de mis días de primaria, y calcomanías políticas de causas perdidas hace tiempo. Incluso tengo un cajón con todas las tarjetas del Día del Padre y de cumpleaños que me han dado mis hijos. Es un pequeño cofre del tesoro lleno de notas de amor, aunque nunca las releo.

Tal vez sea una excusa pobre para justificar el desorden, pero las cosas importan. Les atribuimos significado porque cuentan historias. Cada rasguño, cada papel, cada imagen es una historia que espera ser recordada, tal vez compartida. Puede que solo sean cosas, pero las cargamos de sentido porque narran nuestra historia. Y mientras mis hermanos y yo explorábamos todo lo que hallamos en la casa de nuestros padres, fue como si ellos estuvieran contándonos su historia una vez más.