Uno de los puntos culminantes de una semana reciente en Filadelfia fue visitar la Barnes Foundation, una colección de primer nivel mundial de pinturas impresionistas, posimpresionistas y modernistas.
Fundada por el doctor Albert C. Barnes en 1922, la cantidad y la calidad de la obra son demasiado como para asimilarlas en una sola visita, o incluso en cien visitas.
Barnes estaba loco por Renoir y, a lo largo de su vida, fue adquiriendo la asombrosa cifra de 181 pinturas de niños vaporosos, jovencitas de mejillas sonrosadas con sombreros de ala ancha y encantadores jardines.
A mí me interesaban mucho más los Cézanne, van Gogh, Picasso y Soutine. Me había preparado leyendo biografías de cada uno de esos pintores.
También había leído “The Maverick’s Museum: Albert Barnes and His American Dream”, de Blake Gopnik (HarperCollins, 28 dólares), y así supe algo de la historia y los puntos altos de la colección, así como de la manera en que se agrupan las obras únicas: sin cartelas, y en “ensembles” cuidadosamente curados que “crean diálogos entre las obras”.
También había aprendido sobre Barnes, una figura mercurial que logró enemistarse con casi todo el que lo conoció. Era grosero, vulgar y un fanfarrón insufrible. También, a su manera, apoyó a la comunidad negra, a las mujeres, a artistas fuera del mainstream y a la clase trabajadora.
Lo más notable para el mundo en general es que reunió una colección privada de arte que hoy se valora en unos 25 mil millones de dólares, y que ha sido vista por más de 2,3 millones de visitantes desde 2012.
Barnes nació y creció en el barrio obrero de Kensington, en Filadelfia: peleando en la calle, a los golpes, y desarrollando un resentimiento que lo llevaría durante toda su vida a arremeter contra quienes se le cruzaran.
Gracias a una mezcla de terquedad a prueba de todo y determinación, entró en la facultad de medicina, se convirtió en médico e hizo una fortuna al desarrollar (junto con su socio) un antiséptico llamado Argyrol.
En 1912, Barnes envió a su amigo, el pintor modernista William Glackens, a Europa con 20.000 dólares. Este regresó con lienzos de van Gogh, Picasso, Renoir, Cézanne, Camille Pissarro y Alfred Sisley. En uno de dos viajes posteriores a Europa ese mismo año, Glackens descubrió a Chaïm Soutine (1893-1943) y compró prácticamente todas las pinturas de su estudio.
Fue en una visita anterior a la Barnes, muchos años atrás, cuando me encontré por primera vez con Soutine y me enamoré de sus pasteleros torpes y atormentados pero de una dignidad conmovedora, de sus ancianos y ancianas, y de sus niños.
Allí estaba “Young Girl in Red Blouse” (c. 1919), tan querida para mí. “Una niña con un moño rosa en el cabello posando con orgullo”, se lee en el sitio web del museo. “El tierno retrato que hace Soutine de esta niña parece irradiar su alegría al crear la imagen de otro ser humano”.
Yo no estaba de acuerdo.
Soutine fue un alma atormentada, perpetuamente sin un centavo, un inmigrante judío bielorruso con una higiene terrible que guardaba canales de carne en descomposición en su atelier de París para pintar naturalezas muertas, que murió a los 50 años de una úlcera de estómago mientras huía de los nazis, y cuya obra y vocación casi me hacen llorar.
Para mí, la niña, con sus hombros torcidos y su sonrisa ladeada, se retuerce las manos de puro agotamiento nervioso. “Está bien”, parece decir. “He consentido en llevar tu moño falsamente alegre. Te haré el favor de sentarme aquí, rígida de tensión, mientras me pintas. Y te miraré directamente a los ojos, riéndome por dentro, mientras compartimos nuestra sufriente y tragicómica humanidad”.
Nadie habría defendido con más vehemencia mi derecho a esa opinión que el propio Barnes.
En gran medida autodidacta en lo que al arte se refiere, él se dedicó por completo a usar la colección para educar a la gente. Instituyó una variedad de clases, seminarios y conferencias, primero para los trabajadores de su fábrica (casi todos negros) y, a medida que la colección crecía, para aquellos a quienes al principio prácticamente escogía a mano para verla.
Aprendan sobre arte, sobre pintura, sobre la vida. Emprendan una campaña para toda la vida. ¡Abran los ojos!, tronaba. No se limiten a darle a la obra una mirada de dos segundos; no se dejen llevar por lo vistoso y lo artificial. Miren: ¡miren de verdad!
Mires donde mires, hay un festín. En el Muro Oeste de la Sala Principal, dos obras monumentales: “The Card Players” (1890-1892) de Cézanne y “Models” (1886-1888) de Seurat.
Una o dos salas más allá: un fantástico desnudo ovalado de van Gogh de una prostituta con las medias bajadas y un ramillete elástico de vello púbico, recostada en una especie de nimbo de lo que parecen plumas celestes pálidas.
Los tesoros se suceden. “Young Girl Holding a Cigarette” (1901), de Picasso. “Cypresses and Houses at Cagnes” (1919), de Modigliani. “The Joy of Life” (1905-1906), la icónica obra de Matisse.
Y sigue y sigue: la colección incluye también escultura africana, materiales populares, cerámica y joyería de pueblos originarios de Norteamérica, muebles germano-pensilvanos y hierro forjado a mano.
Tan abrumadora era esta abundancia que terminé desplomada en un banco, contemplando muda durante varios minutos un pequeño Cézanne de un plato blanco, un racimo de uvas y un solo durazno.
Barnes era un cúmulo de contradicciones. Defendía al hombre común pero vestía trajes a medida, bebía whisky escocés de primera y tenía una flota de autos carísimos.
Entre ellos estaba el convertible Packard de 1938 que conducía cuando, a los 79 años y fiel a su estilo, se pasó una señal de alto y fue embestido por un camión de carga.
Murió en el acto, dejándonos este regalo explosivo.
