“Occupied” fue una apasionante serie de televisión noruega sobre el ascenso de un primer ministro ecologista que decide cerrar la producción de petróleo y gas de Noruega por el bien del medioambiente. Ante la pérdida del combustible noruego, la Unión Europea invita a Rusia a hacerse cargo de las plataformas petroleras marinas de Noruega para mantener el flujo de los oleoductos hacia el sur.
Tras invitar al zorro al gallinero, Noruega es ocupada lentamente por Rusia mientras sus burócratas establecen su autoridad. La serie explora los compromisos morales y políticos que surgen, preguntando quién es un patriota y quién es un colaborador.
Al escuchar a personas de ambos lados de la división política en nuestro propio país, me preocupa cada vez más que, en nuestras reacciones, los estadounidenses de todos los sectores sientan que viven en una tierra ocupada. Para los rojos, la ocupación se manifiesta en las universidades y los programas nocturnos de televisión, la industria del entretenimiento y los medios de comunicación, los inmigrantes y los trabajadores temporales.
Para los azules, la ocupación incluye agentes del ICE enmascarados, un Departamento de Justicia que persigue a enemigos ideológicos y un gobierno que parece cada vez más dependiente, no de la Constitución, sino de una persona, dispuesto a usar su poder para imponer su voluntad a los ciudadanos que considera “fuera de línea”.
A todo esto se suma la gasolina que vierte sobre el fuego el fenómeno de las redes sociales, con algoritmos diseñados intencionalmente para alimentar la ira y reforzar nuestros propios prejuicios.
Esta sensación de ocupación se ha intensificado con la creciente retórica política de guerra y resistencia. El lenguaje refuerza la sensación de ser un extraño en la propia tierra. El uso de tropas militares en ciudades relativamente pacíficas también aumenta esta tensión, al igual que la idea de hombres enmascarados que capturan personas en la calle.
Al mismo tiempo, vista desde otra perspectiva, las noticias nocturnas y los comentarios cada vez más mordaces de los comediantes de televisión reflejan un panorama mediático hostil que no admite opiniones disidentes.
Esta división se extiende a los tribunales, donde parece haber una brecha cada vez mayor, con cada decisión juzgada como “roja” o “azul”, menos como una cuestión de interpretación de la ley y más como un reflejo de prejuicios ideológicos.
Una nueva encuesta del Times/Siena confirma la percepción de la mayoría de los votantes de que el país está demasiado políticamente dividido para resolver sus problemas (64%), frente a una minoría que cree que aún es posible (33%).
Esta sensación de que estamos rotos e irremediablemente divididos es previsible, ya que ambos bandos sienten que no son escuchados ni comprendidos, o que están excluidos. El otro bando se convierte en el ocupante hostil —de la cultura, del sistema político, de la economía—.
Esta mentalidad de ocupación se manifiesta incluso en nuestros pronombres. Los políticos están dividiendo nuestro mundo en “nosotros” y “ellos”. “Nosotros” significa la mitad del país que está de acuerdo con nosotros. En una tierra ocupada, quienes están con nosotros son patriotas. Quienes están en contra son colaboradores, incluso traidores. También se evidencia en nuestro silencio. Cada vez más estadounidenses sienten que no pueden expresar sus verdaderos sentimientos, temerosos de ser rechazados por colegas o, peor aún, castigados. No seguir la línea del partido de alguien se percibe como peligroso.
Ya ha comenzado una escalada de retórica violenta. Las formas de resistir una ocupación varían, pero con demasiada frecuencia la resistencia violenta atrae más atención que la no violenta. Y las personas más propensas a actuar —jóvenes armados con un sentimiento de desesperanza— son presas de esta retórica. Los asesinatos de Charlie Kirk o de la representante demócrata estatal de Minnesota Melissa Hortman y su esposo son solo los ejemplos más recientes, y cada bando utiliza esas muertes para alimentar una sensación de opresión y amenaza.
Con ambos bandos viviendo en un país que creen bajo “ocupación extranjera”, somos una tierra reseca, en riesgo de estallar en llamas.
Tal vez las iglesias puedan asumir el papel de guardianes del fuego.
En un discurso del 2 de octubre, el papa León XIV ofreció una sugerencia. Superar la sensación generalizada de que nadie puede marcar la diferencia “requiere paciencia, disposición para escuchar, la capacidad de identificarse con el dolor de los demás y el reconocimiento de que compartimos los mismos sueños y las mismas esperanzas”, dijo el papa.
Reconocer nuestra propia contribución a las divisiones del país es un primer paso necesario. Cuando vemos a quienes no están de acuerdo con nosotros como enemigos irreconciliables, hacemos casi imposible cualquier entendimiento mutuo.
Pero donde las iglesias pueden desempeñar un papel indispensable es en ayudar a romper el distanciamiento dentro de sus propias comunidades. Como aconseja el papa, esto solo puede lograrse con paciencia, disposición para escuchar y la capacidad de identificarse con los dolores y temores de los demás.
Tal reconciliación quizá llegue al final a los pasillos del gobierno. Pero en nuestros salones parroquiales y templos, y con la orientación de organizaciones como Braver Angels, conocidas por sus talleres rojo/azul, tal vez la solución a nuestra profunda desconfianza mutua pueda comenzar desde abajo hacia arriba.