La semana pasada, estuve en Baltimore para asistir a la reunión anual de los obispos de Estados Unidos y fui elegido para prestar mi servicio como presidente de la conferencia episcopal durante los próximos tres años.

Es un honor y me siento honrado por el apoyo y la confianza que mis hermanos obispos depositan en mí.

Se ha hablado mucho acerca del hecho de que soy el primer latino en encabezar la conferencia episcopal. Pero esta elección no se refiere sólo a mi persona; es un reflejo de la creciente diversidad de la Iglesia en este país y creo que es también un reflejo de lo que estamos haciendo aquí en Los Ángeles.

Ciertamente, los obispos reconocen la presencia e importancia de los latinos en la Iglesia y en nuestra nación. Por su fuerte fe y amor a la familia, los latinos son líderes en nuestras parroquias, escuelas y comunidades.

Pudimos notar eso durante el proceso de cuatro años del “Quinto Encuentro”. Miles de latinos, y más de 100 obispos de casi 150 diócesis, participaron en este magnífico esfuerzo nacional de evangelización y renovación.

Pero la Iglesia es universal; eso es lo que significa la palabra “católica”. Esto se percibe en la maravillosa diversidad de la Iglesia local aquí en Los Ángeles. Pero el rostro de la Iglesia está cambiando también en un número cada vez mayor de diócesis a lo largo y ancho de todo el país.

Esto es una cosa hermosa. Jesucristo quiere que su Iglesia sea un hogar para todas las personas, quiere que ella sea la familia de Dios en la tierra, integrada por hijos de Dios de todas las razas y culturas, de todas las nacionalidades e idiomas, todos siguiéndolo a Él y viviendo como hermanos y hermanas.

Esta es la única razón por la cual existe la Iglesia: para esta gran misión de convocar a la familia de Dios, construyendo así el reino de Dios en la Tierra. Y, lo repito, en Los Ángeles puedo ver eso: el espíritu misionero está vivo aquí en nuestras iglesias, en nuestros ministerios y escuelas, en nuestros hogares y comunidades.

En las entrevistas que se me han hecho esta semana, me preguntan mucho sobre mi “visión” de la Iglesia. Esa es una pregunta buena y sincera. Pero no estoy seguro de que sea la pregunta correcta.

La Iglesia no le pertenece a ningún arzobispo, ni siquiera al presidente de la conferencia episcopal. La Iglesia no le pertenece a ninguno de nosotros. Ella le pertenece a Jesús, pues la Iglesia es su Cuerpo y su Novia.

Y Jesús le dio a su Iglesia una sola misión y una sola identidad: la de hablarle al mundo acerca de la vida de Él y de lo que Él ha hecho por nosotros y a ayudarle a enterarse de que Jesús es el camino que conduce a la verdad sobre la vida, al amor y a la felicidad que todos anhelan.

Cada uno de nosotros estamos llamados a ser personas que evangelicen, discípulos que sean misioneros. Esta es nuestra identidad como católicos y esta es la verdadera naturaleza de la Iglesia. Y nuestra misión es urgente.

La sociedad en la que vivimos está altamente secularizada y estamos en un momento de nuestra cultura en el que existe una verdadera confusión sobre el significado de la vida y la libertad humanas. Actualmente, se ha perdido el sentido de lo sagrado y ha surgido la competencia de muchas propuestas que buscan indicar la manera de encontrar la felicidad y lo que es esencial en la vida.

El deber de la Iglesia es llegar hasta aquellos que ya no practican ninguna religión y también a aquellos que acuden con regularidad a la iglesia pero que puede ser que no estén seguros de lo que significa ser católico, o de lo que la Iglesia enseña y por qué lo hace.

Necesitamos encontrar nuevas maneras de proponer a Jesucristo como la respuesta a las preguntas que cada persona se plantea en su corazón y en su mente. Debemos llamar a cada hombre y a cada mujer a que experimenten la belleza plena del evangelio, la alegría y la novedad de la vida que tenemos en Jesucristo. Tenemos que llamarlos a encontrar su hogar en la Iglesia, en los misterios salvadores de los sacramentos, especialmente en la Eucaristía.

Entonces, mi “visión” es que trabajemos juntos —sacerdotes, diáconos, seminaristas, hombres y mujeres consagrados, laicos de todos los ámbitos de la vida— todos buscando juntos hacer la voluntad de Dios, difundir la buena nueva de Jesús y su salvación y llamando a todos a la santidad.

Por supuesto que todo esto es posible solo por medio de la gracia de Dios y solo en unión con el vicario de Cristo en la Tierra, nuestro Santo Padre el Papa Francisco.

El Papa nos guía y nos llama a todos los que formamos parte de la Iglesia a redescubrir esta idea: que Dios nos ha creado y nos ha dado en el bautismo un papel que hemos de desempeñar en su plan de salvación para ser discípulos misioneros.

Oren, pues, por mí esta semana, ahora que asumo esta nueva responsabilidad. Y, por favor, tengan en cuenta que también ustedes están en mis oraciones.

Encomiendo estos próximos tres años al cuidado materno de Nuestra Señora de Guadalupe.

Que ella interceda por nosotros e infunda en todos los católicos el deseo de seguir a Jesús con un profundo amor y con un verdadero deseo de compartir su mensaje de salvación con la gente de nuestro tiempo.