Nuestro Dios es el Dios autor de toda la creación, el Dios de la vida, el hacedor de todas las cosas que hay en los cielos y en la tierra.
Podemos experimentarlo especialmente en esta época del año, en la que vemos tantos pequeños signos de nueva vida y de crecimiento por todas partes. Las flores y las plantas empiezan a florecer; podemos escuchar el canto de los pájaros afuera de nuestras ventanas.
Deberíamos reflexionar más sobre el significado de la creación y sobre la teología de ésta, sobre la belleza y las maravillas del mundo que nos rodea, sobre la manera en que la gloria y las intenciones de Dios se nos revelan en las cosas que él ha hecho para nosotros.
La tierra y todo lo que hay en ella son del Señor, nos dice el salmista.
Cuando el salmista examina todas las obras del Señor, desde la luna y las estrellas que hay en lo alto, hasta la tierra y los mares que están debajo de ellos, se maravilla ante la obra más excelsa de Dios: la persona humana, el hombre y la mujer, creados por amor y a imagen de Dios: “¿Qué es el hombre, para que de él te acuerdes?... lo hiciste un poquito inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad”.
La Biblia es el libro de la vida. Es también un libro sobre la vida, que narra la historia del mundo desde su creación sobre la cual leemos en sus primeras páginas, hasta la nueva creación, la de los cielos nuevos y la nueva tierra, que se nos presenta en sus últimas páginas.
En el corazón de la historia está la relación viva de Dios con la persona humana que él creó.
Los que le dieron muerte a Jesús no pudieron entender esto. Ellos acusaron a Jesús de ser un hombre que estaba pretendiendo ser Dios.
No se podían imaginar que Dios tuviera la humildad, el atrevimiento o el amor de entrar en este mundo que él creó y de compartir la vida de la criatura que él hizo a su imagen.
San Pablo llama a Jesús el “primogénito de toda la creación” y el “primogénito de entre los muertos”.
“En él estaba la vida”, nos dice San Juan al principio de su Evangelio. Y la promesa que Jesús nos hace es la promesa de la vida. “Vine para que tengan vida y la tengan en abundancia”, nos dijo.
Para eso nació Jesús. Para eso vivió, sufrió y murió. Y por eso “nació” de entre los muertos tres días después.
Él resucitó de entre los muertos para darnos vida, no una vida física o biológica. Él ya nos había dado eso en el nacimiento, por medio de nuestros padres humanos. Lo que él viene a compartirnos es una vida espiritual, una vida divina. Una vida como la que él tiene. Una vida como hijo o hija de Dios. Una vida que es eterna.
Nuestro Dios es un Dios de vivos, no un Dios de muertos. Él nos crea a todos y cada uno de nosotros, para estar con él. No solo por un tiempo o por el lapso de nuestra vida terrenal. No. Dios nos crea para estar con él por toda la eternidad.
La alegría de la Pascua es la alegría de saber que se ha ganado una gran batalla, la gran lucha entre la vida y la muerte.
La Pascua es el triunfo del Señor, es la victoria del amor y la vida divinos sobre el pecado y sobre la muerte del hombre.
La victoria de nuestro Señor debe llenarnos de esperanza, porque su victoria es la victoria de ustedes y la mía.
La Pascua nos dice que la creación tiene un destino, un propósito. Lo que nace, no nace para morir, sino para vivir. La Pascua nos dice que el amor de Dios es más fuerte que la muerte.
Si permanecemos en su amor, si vivimos de acuerdo a sus enseñanzas y caminamos por el camino que él traza ante nosotros —no importa lo que nos suceda, incluso si sufrimos la aflicción, la enfermedad, la persecución, la violencia—, con Jesús venceremos y tendremos vida.
Su resurrección es una promesa y una invitación a creer, a confiar, a edificar nuestra vida sobre esta base. Cualesquiera que sean las luchas que se nos presenten, podemos enfrentarlas con esta certeza de que estamos destinados a la eternidad.
Jesús nos dice, “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y todo aquel que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”.
Y después, Nuestro Señor nos pregunta: “¿Crees tú esto?”
Esta Pascua digámosle de nuevo que sí a la invitación de Nuestro Señor.
El poder de la resurrección es la fuerza que tenemos ahora para vivir como “pueblo Pascual”, un pueblo vivo en Cristo resucitado, un pueblo que sabe que estamos en camino al cielo y que el camino al cielo es el camino del amor.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y encomendémonos a María, nuestra Madre Santísima y Madre de los vivientes. Que ella nos ayude a todos a vivir con la alegría de la Resurrección.