A muchos nos ha dejado tristes y decepcionados el regreso del coronavirus bajo una nueva variante.

Durante más de un año, hemos vivido con el temor a la enfermedad y a la muerte. Ahora, estamos tratando de encontrar nuevamente nuestro camino, de vivir con la realidad de este virus mortal que sigue estando en torno nuestro.

La gran solemnidad que celebramos el domingo nos da el mayor motivo de esperanza.

La Asunción de la Santísima Virgen María al cielo, en cuerpo y alma, nos llama a dejar de lado el miedo y a recordar el destino glorioso que se les ha prometido a todas y cada una de las personas.

Como católicos, somos un pueblo de la Asunción. Seguimos a Aquel que conquistó la muerte y que elevó a la Santísima Virgen María al cielo al final de su vida terrena. Ahí donde María se ha ido, sabemos que nosotros también podemos ir.

Ésta es una verdad incontestable en todas las épocas. Pero especialmente ahora, en este tiempo atemorizante, tenemos que renovar nuestra fe en la resurrección del cuerpo y en la promesa del cielo.

Cuando el Papa Pío XII declaró el dogma de la Asunción en 1950, fue al final de un período que duró medio siglo y durante el cual habían ocurrido dos guerras mundiales, el genocidio de millones de judíos, un ataque con una bomba nuclear; un brote de influenza que infectó y mató a casi 100 millones de personas en todo el mundo y el surgimiento de regímenes totalitarios ateos en Rusia y en China.

En ese tiempo de muerte generalizada, de un cruel menosprecio por la persona y por el cuerpo humano y de un sentimiento generalizado de que el individuo no importaba, la proclamación que hizo el Papa del dogma de la Asunción fue tanto una respuesta como un antídoto. Fue un recordatorio para un mundo atribulado de que Dios seguía estando a cargo de todo, de que su amor y su misericordia perduran por siempre.

La Iglesia ha creído, desde los primeros tiempos, que la Santísima Virgen María fue la primera de entre nosotros en experimentar el gozo de la vida eterna, pero que no sería la última. Su Asunción ha sido considerada siempre como una promesa de que la resurrección del cuerpo se nos ha prometido a todos nosotros.

Los relatos antiguos de la Asunción nos narran que cuando llegó el momento de que terminara la vida terrenal de María, hubo ángeles que desde los confines de la tierra convocaron a los doce apóstoles para que estuvieran a la cabecera de Nuestra Señora, en Jerusalén.

Es una hermosa escena de la Iglesia y creo que es muy elocuente para la misión que tenemos que desempeñar en estos tiempos.

Nosotros, a ejemplo de los apóstoles, debemos permanecer unidos en oración con la madre de Jesús, que es la madre de la Iglesia y la madre de cada uno de los que creemos en su Hijo.

Con María, debemos proclamar: “Ha hecho en mi favor grandes cosas el que todo lo puede. Santo es su Nombre”.

La verdad de la Asunción es la respuesta y el antídoto que nuestro mundo necesita en este tiempo de coronavirus.

En esta época del coronavirus, la Asunción nos dice que la enfermedad y la muerte no tienen la última palabra en la vida de ninguna persona. La muerte puede llegar, pero nuestros cuerpos están destinados a resucitar, así como resucitó la Santísima Virgen María. El Todopoderoso seguirá haciendo grandes cosas por nosotros, tal como lo hizo por María.

La Asunción de María, al igual que su Inmaculada Concepción, es signo del amor de Dios por la persona humana, signo de su tierno cuidado y de su cercana participación en toda vida humana.

Nuestra Santísima Madre María fue especialmente elegida para el papel que desempeñaría en la historia de la salvación: ella fue concebida sin pecado original y se le otorgó la gracia de vivir con perfecta santidad durante toda su vida.

Pero nuestro prójimo necesita que se le recuerde que Dios participa también personalmente en la creación de todas y cada una de las personas. Él conoce nuestro nombre, incluso antes que nuestros padres. Cada uno de nosotros nace porque él quiere que estemos aquí y porque tiene un plan de amor para nuestras vidas.

Tenemos que proclamar con alegría y confianza estas verdades en nuestras parroquias, ministerios y escuelas: que cada persona humana es preciosa a los ojos de Dios, que Dios nos crea para conocer la alegría y el amor en esta vida y para vivir para siempre con él en la vida futura.

Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y sigamos orando por nuestra nación, por todos los que están enfermos y moribundos y por todos los que los cuidan, tanto en casa como en los hospitales.

Y pidámosle a nuestra Santísima Madre María que interceda por nosotros y nos libere de esta pandemia. Que ella nos fortalezca a todos los que formamos parte de la Iglesia, “ahora y en la hora de nuestra muerte”.