Como sacerdote y ahora como obispo, una de mis grandes alegrías es bautizar niños, conocer a las familias jóvenes y desempeñar mi ministerio con ellas.
Todo padre y madre sabe que cuando sus hijos van creciendo, aprenden por imitación. Al ir observando lo que sucede a su alrededor y especialmente a sus padres, aprenden no solo cómo comportarse, sino también qué es lo importante.
Y, en gran medida, los adultos se “forman” de la misma manera.
Con frecuencia, nuestras actitudes y deseos (lo que pensamos, lo que valoramos, la ropa que queremos ponernos, o lo que queremos mirar o poseer) nos son sugeridos por “modelos a seguir” que hay en torno nuestro o en la cultura que nos rodea. En estos días, a estas personas se les llama a veces “influencers”.
Jesús conocía esta característica nuestra. Como dice el Evangelio, Jesús no necesitaba que nadie le hablara de la naturaleza humana, pues Él la comprendía bien.
Por eso Jesús se presentó a sí mismo —por sus palabras y su ejemplo— como el “camino” de nuestra vida, llamándonos a seguirlo y a aprender de Él.
En la Última Cena, cuando Él les lavó los pies a los apóstoles, les dijo: “Les he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan”.
Estas palabras podrían aplicarse a toda su vida.
Los apóstoles de Jesús enseñaban, siguiendo su ejemplo. San Pablo solía decir: “Sean, pues, imitadores míos, como yo lo soy de Cristo”. Durante muchos siglos, el libro espiritual más leído y traducido —además de la Biblia— ha sido una obra del siglo XV llamada “La imitación de Cristo”.
El significado de nuestra vida es ser como Jesús. Y la Iglesia siempre ha presentado a los santos como “influencers” para guiarnos. Y, una vez más, como todos los padres de familia lo saben, para que los niños se mantengan en el camino correcto al ir creciendo, necesitan estar en buena compañía y tener buenos ejemplos a seguir.
A veces podemos pensar que los santos eran personas perfectas, que nunca tuvieron problemas ni dudas. Pero eso no es exacto. De hecho, cuando uno lee sus vidas, se encuentra con que muchos de ellos eran personas complicadas, con personalidades fuertes.
Lo cierto es que los santos no son diferentes a ustedes o a mí. Como nosotros, ellos siguieron siendo pecadores, gente común y corriente, con sus propios defectos, puntos ciegos y debilidades.
Una de mis resoluciones de Año Nuevo es dedicar más tiempo a “observar a los santos”. Quiero pasar más tiempo orando y reflexionando sobre la vida de los santos, especialmente de los santos —hombres y mujeres— del continente americano, y de los santos que vivieron en nuestros tiempos.
Quiero conocer sus historias, sus luchas, a qué dedicaron sus vidas y cómo lo hicieron. Más que nada, quiero aprender cómo puedo llegar a parecerme más a ellos. En una ocasión, San Bernardo dijo en una homilía: “Les confieso que cuando pienso en los santos, me siento inflamado por un tremendo anhelo”.
Los santos hablan de los anhelos que todos tenemos en nuestros corazones, el amor, la búsqueda de significado y la felicidad.
En estos días, en nuestra cultura popular se habla mucho acerca del “cuidado de uno mismo” y de la importancia de llegar a ser “la mejor versión de nosotros mismos”. Al fijarnos en los santos, nosotros percibimos lo que Jesús nos respondería si le preguntáramos cómo podemos vivir la vida al máximo.
Los santos nos enseñan que la mejor manera de cuidar de nosotros mismos es cuidando de los demás, y, también, que la felicidad la encontramos cuando buscamos para nuestra vida la voluntad de Dios y no la nuestra. Ser la mejor versión de nosotros mismos significa ser los hombres y mujeres que Dios quiso que fuéramos cuando nos creó; significa llegar a ser santos.
Los santos no son perfectos, pero quieren serlo. Al observarlos, nosotros podemos aprender cómo luchar contra nuestras propias imperfecciones, cómo evitar desanimarnos o desmoralizarnos ante las dificultades; podemos aprender cómo levantarnos cuando cometemos errores y cómo seguir creciendo más y más en santidad cada día.
El camino para llegar a ser santos se encuentra en nuestra vida ordinaria. Y, ciertamente, hay santos en torno nuestro. Yo me los encuentro todo el tiempo, aunque ellos difícilmente se considerarían santos. Lo que aprendemos al observar a los santos es que hay un heroísmo silencioso al tratar de vivir el Evangelio todos los días.
Mantener la calma en un momento tenso, ser generosos con nuestro tiempo, ser pacientes con alguien que nos molesta; perdonar las pequeñas ofensas que pueda uno experimentar; hacer sacrificios y negarse a uno mismo la atención a las propias necesidades para servir a los demás. Estos son actos heroicos, son las obras de los santos de la vida cotidiana.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y al comenzar este Año Nuevo, pidamos la intercesión de Santa María, Reina de los Santos. Que ella nos ayude a querer verdaderamente ser santos y a fijarnos en el ejemplo de los santos para aprender cómo lograrlo.