El novelista católico Walker Percy dijo alguna vez: “Todo el mundo tiene una antropología.
No hay alguien que no la tenga. Si una persona dice carecer de ella, lo único que está diciendo es que su antropología es, implícitamente, un conjunto de suposiciones que no se le ha ocurrido cuestionar”.
Con la palabra antropología, él se refería a un conjunto de creencias acerca de lo que significa existir como ser humano, acerca de cómo fuimos creados, para qué estamos aquí y qué es lo que le da significado y alegría a nuestra vida.
Y Percy tiene razón. Muchos de los temas más profundos de nuestra sociedad y de nuestra cultura son temas relacionados con la antropología, aun si no hacemos referencia a ella.
Nuestra enseñanza social católica tiene sus raíces en una antropología maravillosa y realista, arraigada en las enseñanzas del antiguo judaísmo, desarrollada por los primeros líderes cristianos y transmitida a través de los siglos.
Creemos que desde el momento de su concepción en el seno de su madre, todo ser humano es creado como “imago Dei”, como la imagen de Dios, con una santidad y una dignidad totalmente innegables.
Creemos que somos criaturas integradas por un cuerpo y un alma, ya sea de hombre o de mujer, y que no somos creados de manera aislada sino en relación con el mundo que nos rodea y con las demás personas.
Fuimos creados para vivir en familias y en comunidades basadas en la relación humana más básica: la del matrimonio de un hombre y una mujer. Estas relaciones naturales se convierten en la base de los derechos sociales, así como también de los deberes morales de cuidado mutuo de los demás y del mundo que nos rodea.
Y en el centro de la perspectiva católica se encuentra una profunda verdad: que somos amados por Dios. San Pablo nos enseñó que antes de la fundación del mundo, cada uno es elegido y amado por Dios. Y destinado a la santidad en Jesucristo.
Y el pensar en ello sigue pareciéndome asombroso. El Dios que creó el sol y la luna, las estrellas y todos los planetas, este Dios estaba pensando en nosotros, y quería que ustedes y yo naciéramos. Antes de toda la creación, Dios conocía nuestro nombre y tenía un plan para nuestra vida.
En la tradición cristiana que tenemos, nuestra vida posee una hermosa teleología, un maravilloso propósito y dirección.
Fuimos creados para ser redimidos y transformados a través el amor de Jesucristo, para alcanzar la plenitud de la imagen divina y así llegar a ser “partícipes de la naturaleza divina”, como dijo San Pedro.
Fuimos creados para la santidad, pero también somos pecadores.
Sabemos, por experiencia propia, que el pecado es real, pues nos damos cuenta de nuestras propias fallas y debilidades y lo comprobamos, también, al leer las noticias.
Fuimos dotados de razón y libertad y creados para buscar a Dios y lo que es bueno. Hemos sido llamados a buscar conocer a Dios, a amarlo y a servirlo. Pero también somos libres de rechazar a Dios, de apartarnos de él y de hacer el mal. En esto consiste el pecado.
El pecado es un amor desordenado, es preferir las cosas equivocadas y formar vínculos malsanos arraigados en nuestro egoísmo.
Pero el pecado no tiene la última palabra en nuestro mundo o en nuestra vida. Dios no abandona al género humano al pecado.
Jesucristo entra en la historia humana como el Hijo de Dios, como la “imagen perfecta del Dios invisible” y como el “hombre nuevo”. Él nos libra del pecado y restaura nuestra capacidad humana de buscar a Dios, al igual que nuestra capacidad de llevar a cabo lo que Dios pretende de nuestra vida.
Ahora que nos preparamos para celebrar el Día de la Independencia de nuestra nación, es bueno recordar que este país se encuentra cimentado sobre una perspectiva ilustrada por la gran tradición de la antropología judeocristiana.
Los fundadores de nuestra nación compartieron la convicción de que todos los hombres y mujeres son creados iguales, dotados de una dignidad, unos derechos y unas responsabilidades que les fueron dados por Dios.
Los fundadores de esta nación consideraron que la única razón de ser de la ley y del gobierno es la de servir a la persona humana y proteger y promover los derechos a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Ellos tuvieron la convicción de que nuestras leyes humanas deben ser el reflejo de una ley superior y deben ajustarse a ella, de acuerdo a lo que llamaron “las leyes de la naturaleza y del Dios de la naturaleza”.
Como católicos, lo mejor que podemos ofrecerle a nuestra sociedad es el vivir nuestra fe en Jesucristo con confianza y alegría, sirviendo a Dios con todo nuestro corazón y sirviendo a nuestras familias y a nuestro prójimo.
En este tiempo en el que tanta gente está confundida acerca del verdadero sentido de la vida, tratemos de dar un especial testimonio de la maravillosa antropología que se nos ha confiado, ayudando a que nuestro prójimo se dé cuenta de que cada persona es un tesoro de Dios, creado a su imagen, y nacido para cosas más elevadas.
Oren por mí, y yo oraré por ustedes. Y oremos por Estados Unidos.
Y que María Inmaculada, la patrona de Estados Unidos, nos dé el valor y la sabiduría para proclamar la belleza del plan de amor de Dios para la creación, para la persona humana y para la familia humana.