(Adaptado de la homilía del Arzobispo para la Fiesta de la Presentación y la Misa anual en honor de religiosos y religiosas que celebran aniversarios de jubileo de su profesión a la vida religiosa, la cual tuvo lugar el 2 de febrero, en la Catedral de Nuestra Señora de Los Ángeles)
¡Es maravilloso estar de vuelta en casa! Como muchos de ustedes lo saben, esta semana estuve en Roma con mis hermanos obispos de California, Nevada y Hawai. Fuimos ahí para nuestras reuniones ad limina con el Papa Francisco.
Fue una semana maravillosa para nosotros, que nos permitió estar juntos y orar y reflexionar sobre nuestra vocación de obispos. Pasamos tres horas conversando con el Santo Padre y a él le dio mucho gusto oír los progresos que estamos haciendo en nuestro compartir el Evangelio con la gente y en la difusión del amor de Dios aquí en la Arquidiócesis de Los Ángeles.
Hoy es la fiesta de la Presentación del Señor y estamos celebrando también la vida de nuestros religiosos jubilares, que han consagrado sus vidas a Él.
Sabemos que dentro de la Iglesia los discípulos pueden recorrer muchos caminos; que hay muchas maneras de seguir a Jesús. La vida consagrada es un camino especial de amor y también lo es el ministerio ordenado del obispo, del sacerdote y del diácono.
Pero cada uno de nosotros estamos llamados a “presentarnos” a nosotros mismos a Dios, a dedicarnos por completo a Jesucristo, a seguirlo con amor y a buscar su voluntad para nuestras vidas y para nuestro mundo. De eso se trata esta gran fiesta que celebramos hoy.
La escena del Evangelio de hoy es familiar para nosotros porque representa el cuarto misterio gozoso del Rosario. El santo varón del templo, Simeón, reconoce que Jesús no es tan solo un niño cualquiera. Inspirado por el Espíritu Santo, él puede comprender que Jesús es Aquel a quien toda la humanidad ha estado esperando, el Dios vivo y el verdadero rostro de nuestra humanidad.
La Fiesta de la Presentación es otra “epifanía”, otra revelación de quién es realmente Jesucristo. Y con la luz de su presencia, Él manifiesta, una vez más, las hermosas posibilidades de nuestra vida como hijos de Dios.
Nuestro Dios no es alguien distante, que no quiere involucrarse en la vida de sus criaturas. Nuestro Dios es el Dios del encuentro, un Dios que viene del cielo para estar cerca de nosotros, que baja para unir su vida a la nuestra por amor. Esta es la hermosa realidad de la Encarnación: “Dios con nosotros”.
Nuestra segunda lectura, de la Carta a los Hebreos, nos dice que Jesús “quiso ser de nuestra misma sangre”, y que “tuvo que hacerse semejante a sus hermanos en todo”, excepto en el pecado.
¡Qué hermoso regalo nos da nuestro Dios! Jesús viene a compartir nuestra realidad humana, como hermano, como amigo. Y como nuestra realidad humana incluye el dolor, el sufrimiento y la muerte, Jesús también comparte esas cosas con nosotros.
Jesús, que es verdadero Dios y verdadero hombre, nos ama tanto que sufrió la muerte para liberarnos de nuestro egoísmo y de nuestros pecados.
Jesús entra en la vida de ustedes y en la mía; Él viene a purificar nuestra humanidad, a regresar nuestra naturaleza humana a su “esencia”. Él viene para hacer posible la santidad para nosotros, para hacer posible que nos ofrezcamos en sacrificio al Señor.
Nuestras vidas fueron hechas para ser “presentadas” al Señor. Jesús espera que lo amemos como Él nos ama. Jesús nos llama a cada uno de nosotros personalmente, esperando que cada uno de nosotros le ofrezcamos nuestra vida como un “don”, para hacer de nuestra vida un regalo para Él, así como Él entrega su vida por nosotros.
Y esta es una hermosa manera de vivir.
En la práctica, es importante que todos nosotros sigamos encontrando en nuestra vida tan ocupada, el tiempo necesario para pasar más tiempo con Jesús, para leer los Evangelios, para contemplar Su vida, para prepararnos todos los días para recibirlo en la Sagrada Comunión y para tratar de vivir, tanto como sea posible, en la presencia de Dios a lo largo del día.
Este es el verdadero significado de la vida, esto es lo que hace que nuestra vida sea tan hermosa como tiene que ser: Dios quiere estar con nosotros y cada uno de nosotros quiere estar con Dios.
Entonces, en esta hermosa Fiesta de la Presentación del Señor, pidamos la gracia de seguir el ejemplo de nuestros religiosos jubilares y de consagrar nuestras vidas totalmente a Jesús, que vivió totalmente para nosotros.
Y que nuestra Santísima Madre María interceda por nosotros y nos ayude a amar a Jesús y a llevar la luz de su Evangelio a nuestro mundo, a nuestro trabajo diario y a nuestras relaciones, para que todos puedan conocer la salvación que Él le ha prometido a su pueblo.