Read in English

En septiembre celebramos dos acontecimientos importantes en la vida de la familia de Dios que vive en la Arquidiócesis de Los Ángeles.

Celebramos el 20 aniversario de la dedicación de la Catedral de Nuestra Señora de los Ángeles. También ofrecimos la Misa de clausura del año jubilar, para conmemorar el 250 aniversario de la primera iglesia de Los Ángeles, la Misión San Gabriel Arcángel, que fue fundada por San Junípero Serra.

La historia de la fe católica en Los Ángeles puede narrarse basándose en estas dos iglesias.

Es la historia de la misión, esa gran tarea que Jesucristo le encomendó a sus apóstoles antes de ascender al cielo, el drama permanente de la salvación que se está aún desarrollando en la historia de las naciones y de los pueblos de la tierra:

“Vayan, pues, y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándolas a cumplir todo cuanto yo les he mandado; y sepan que yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo”.

San Junípero y los misioneros franciscanos respondieron a ese llamado cuando partieron de España hacia México, y cuando más tarde vinieron a evangelizar California.

Estas cosas me vienen a la mente cuando celebro misa en la catedral. Al mirar a los fieles que están en el santuario, se ve cómo están “enmarcados” por ambos lados entre tapices que representan la comunión de los santos.

En uno de estos tapices, el evangelista San Marcos se encuentra junto a San Junípero. Para mí, esto es un símbolo perfecto de cómo la misión de Jesús prosigue en la misión a California y al Nuevo Mundo.

Ésta es la realidad de la Iglesia y también la realidad de nuestras vidas. Cada uno de nosotros, los que hemos sido bautizados, está llamado a responder al llamado de Jesús y a desempeñar su papel en la gran misión de salvación de Él, en ese maravilloso plan de amor que Él tiene para las naciones y para cada alma.

Si pudiéramos levantar el velo de la creación y pasar de las cosas que podemos ver a las cosas que no se ven, nos daríamos cuenta de que vivimos siempre ante la presencia de Dios, de que estamos caminando ahora mismo en compañía de los ángeles y de los santos, de nuestros antepasados y seres queridos que están tanto en el cielo como en la tierra.

La Iglesia es la comunión de los santos. Ésta es la definición que encontramos en el Catecismo.

Santos era la palabra original que usaban los cristianos para describirse a sí mismos. Significa, sencillamente, los que viven santamente. No los que han alcanzado la santidad, sino los que luchan por ella, aquellos que saben que la voluntad de Dios para nuestra vida es que seamos santos como él es santo.

Desde los primeros tiempos, las liturgias eucarísticas del Oriente cristiano han incluido la oración: “¡Sancta sanctis!” Es una expresión en latín que significa “las cosas santas de Dios son para el pueblo santo de Dios”.

La idea que se quiere transmitir es que en la Eucaristía, los santos, los “sancti”, recibieron los “sancta”, los santos dones del cuerpo y de la sangre del Señor. Al compartir ese único pan, somos atraídos unos a otros de una manera misteriosa para formar un solo cuerpo en Cristo.

Nuestra comunión en las “cosas santas” nos convierte en un “pueblo santo”. Eso significa que en la Iglesia nunca estamos solos. Caminamos con los santos y compartimos su misión. La Carta a los Hebreos nos dice: “Hermanos: Rodeados, como estamos, por la multitud de antepasados nuestros…”.

Y esta unión genera fuerza.

La comunión de los santos es una misteriosa solidaridad en la caridad. Al estar unidos en Jesús, lo que ofrecemos en caridad a nuestros hermanos y hermanas —nuestras oraciones, mortificaciones y sacrificios— puede ayudarlos, de manera misteriosa.

Pertenecer a la comunión de los santos significa también que podemos contar con la intercesión de los santos del cielo. San Agustín lo expresó, de manera admirable, diciendo: “¿Por qué los muertos pueden hacer cosas tan grandiosas?”

Esto es un maravilloso misterio. En el último libro de la Biblia se nos da un vistazo de cómo funciona su intercesión. Hay una grandiosa escena en la que se ven recipientes de oro, llenos de “las oraciones de los santos”, que se ofrecen ante el trono celestial de Dios.

Santa Teresa de Lisieux afirmó en su lecho de muerte, “quiero pasar mi cielo haciendo el bien sobre la tierra”.

Podemos, pues, dirigirnos a los santos, pedirles su ayuda en nuestra debilidad, implorarles que hagan grandes cosas por nosotros.

Podemos pedirle a nuestro Padre celestial, como lo hacemos en la Plegaria Eucarística tercera: “con todos los santos, por cuya intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda”.

Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y ahora que empezamos noviembre, mes en que recordamos a los difuntos, pidámosle a nuestra santísima madre María, Reina de Todos los Santos, que ella nos ayude a tener una mayor devoción a los santos y más conciencia de que pertenecemos a esta gran multitud de testigos, a esta comunión de los santos.