El 10 de febrero, el Arzobispo José H. Gomez celebró la 22ª Misa Anual de la Historia Afroamericana patrocinada por el Centro Católico Afroamericano para la Evangelización, en la Catedral de Nuestra Señora de los Ángeles. Lo que sigue es una adaptación de su homilía.
La historia católica afroamericana forma parte de la historia estadounidense y de la historia católica estadounidense. Es también uno de los capítulos del maravilloso plan que Dios tiene para la historia de la salvación.
Es esa historia de todos los hombres y mujeres que, con Jesucristo, van avanzando juntos en la santidad, el amor y el servicio, al ir edificando en Estados Unidos el reino de Él.
Y esta historia ha creado una sólida comunidad de fe, no solo aquí en Los Ángeles, sino también en todo el país, con todos esos hombres y mujeres que mantienen viva la llama, llevando a cabo la misión de la evangelización en nuestras parroquias y hogares, en nuestras escuelas y en nuestras comunidades.
Y para la realización de esta obra, estamos rodeados por una gran multitud de testigos que nos han precedido: todos esos hombres y mujeres santos, tales como los Venerables Henriette DeLille y Augustus Tolton, como los Siervos de Dios Julia Greeley y Thea Bowman, y muchos más.
Y todavía nos queda trabajo por hacer para ir derribando las barreras de los prejuicios, tanto en nuestra sociedad, como en la Iglesia.
Pero a través de toda la historia, la santidad siempre ha sido la respuesta de Dios a la injusticia. Así que por eso le pedimos a Dios el crecer en santidad e ir siguiendo las huellas de Jesucristo, cada vez con una mayor fidelidad.
Y pedimos la intercesión de aquellos hombres y mujeres santos que nos han precedido. Les pedimos a ellos que nos ayuden a proclamar esa maravillosa realidad que nos dice que cada hombre y cada mujer es un hijo de Dios, creado a su imagen, independientemente del color de su piel o del lugar donde haya nacido.
Y Jesús nos muestra una notable imagen de esa verdad en la tierna historia evangélica de la curación que Él hizo de un leproso.
Este leproso sabe que necesita a Jesús. Él es consciente de que solo Jesús puede librarlo de su enfermedad y, por lo mismo, confía en la misericordia sanadora de Nuestro Señor.
Sabemos que, en aquel tiempo, los leprosos eran obligados a vivir al margen de la sociedad y que eran rechazados como “inmundos” y se les prohibía entrar en contacto con los demás. Pero este leproso se negó a permitir que estas barreras sociales le impidieran conocer a Jesús.
El leproso se aproxima a Jesús, se arrodilla y le hace una sencilla súplica, expresándola en una oración: “Si quieres, puedes curarme”.
Jesús se siente conmovido por la fe de aquel hombre, “se compadeció de él”.
Y aunque la ley de su tiempo le prohibía a Jesús el acercarse a este hombre, Jesús no solo permitió que el leproso se acercara a Él, sino que extendió su mano y con ella tocó al hombre.
Él respondió a la oración del leproso con una respuesta de una gran ternura: “¡Sí quiero: sana!”, dijo, “y quedó limpio”.
¡Nada puede separarnos del amor de Jesús!
Jesús vino a este mundo para que toda persona lo buscara y encontrara en Él la sanación y la salvación. Él vino para hacer que todos fuéramos hermanos y hermanas dentro de la familia de Dios.
Ésta es la labor que tenemos ahora. Es la misión de cada uno de los miembros de la Iglesia.
San Pablo nos dice: “Sean, pues, imitadores míos, como yo lo soy de Cristo”.
¡No hay mejor definición de lo que significa ser cristiano! Todos nosotros estamos llamados a vivir de acuerdo con las palabras y al ejemplo de Nuestro Señor, es decir, a ser imitadores de Cristo.
Los santos dicen que cada uno de nosotros debe llegar a ser un “alter Christus”, es decir, otro Cristo.
Podemos notar esto en las vidas de muchos de los católicos afroamericanos que nos precedieron.
Cada uno de ellos era un alter Christus, otro Cristo que imitaba a Jesús, y que difundía el amor de Dios, compartiendo su misericordia, hablándole al corazón del prójimo necesitado.
Ellos llamaban a la Sierva de Dios, Julia Greeley, con el sobrenombre de “el ángel de la caridad de Denver”.
Ella era una esclava emancipada que utilizaba su libertad para servir a los demás, conduciendo por toda la ciudad un pequeño vagón de carga de color rojo, en el que llevaba alimentos, vestidos, leña, y más cosas para los pobres. Con frecuencia, ella trabajaba de noche o en secreto, dejando sus donativos de caridad en las puertas de la gente.
La Madre Mary Lange, otra Sierva de Dios, abrió escuelas para afroamericanos e inmigrantes; y se encargó de cuidar a los huérfanos, a los moribundos y a los enfermos terminales.
Ustedes y yo estamos llamados a seguir las huellas de ellos, así como ellos siguieron las huellas de Jesús.
Nosotros estamos llamados a ser pacificadores y sanadores dentro de nuestro mundo, tal como Jesús lo fue. Estamos llamados a difundir la ternura de su amor, a superar todas las barreras, a desmantelar los muros de hostilidad que nos dividen y nos mantienen separados de los demás.
Así que honremos el orgulloso legado que nos dejaron nuestros antepasados católicos afroamericanos, continuando su trabajo de edificar el reino de Cristo en Estados Unidos.
Que Santa María, nuestra Santísima Madre, vaya con nosotros y que nos ayude, para que cada uno de nosotros nos asemejemos, cada vez más, su Hijo y seamos “otro Cristo”.