Lo que sigue es una adaptación de la conclusión de un discurso titulado “Reflexiones sobre las nuevas religiones de Estados Unidos”, pronunciado por video durante el 23 Congreso de Católicos y Vida Pública, en la Universidad San Pablo de Madrid, España. El texto completo puede encontrarse en ArchbishopGomez.org.

El Evangelio sigue siendo la fuerza más poderosa de cambio social que jamás haya existido en el mundo. Y la Iglesia ha sido “antirracista” desde el principio. Todos están incluidos dentro de su mensaje de salvación.

Jesús nos enseñó a conocer y a amar a Dios como nuestro Padre y él llamó a su Iglesia a llevar esa buena nueva hasta los confines de la tierra, a reunir a la única familia de Dios que abarca a toda la gente del mundo, de todas las razas, de todas las tribus y de todos los pueblos.

Ese fue el significado de Pentecostés, cuando hombres y mujeres de todas las naciones de la tierra escucharon el Evangelio en su propia lengua materna. Eso es lo que quiso decir San Pablo cuando dijo que en Cristo no hay judío ni griego, hombre o mujer, esclavo o libre.

Por supuesto que en la Iglesia no siempre hemos estado a la altura de esos hermosos principios, ni hemos cumplido plenamente la misión que nos fue confiada por Cristo.

Pero el mundo no necesita una nueva religión secular para reemplazar al cristianismo. Más bien, necesita que ustedes y yo seamos mejores testigos, mejores cristianos. Empecemos por perdonar, por amar, por sacrificarnos por los demás, desechando los venenos espirituales como son el resentimiento y la envidia.

En lo personal, yo encuentro inspiración en los santos y en los personajes que vivieron una vida de santidad en la historia de mi país.

En este momento, pienso especialmente en la Sierva de Dios, Dorothy Day. Para mí, ella ofrece un testimonio importante de la manera en que los católicos pueden trabajar para cambiar nuestro orden social a través del desprendimiento radical y del amor a los pobres basado en las Bienaventuranzas, en el Sermón de la Montaña y en las obras de misericordia.

Ella también tuvo una aguda comprensión del hecho de que antes de que podamos cambiar el corazón de los demás, tenemos que cambiarnos a nosotros mismos.

Ella dijo en una ocasión: “Veo con demasiada claridad lo mala que es la gente. Ojalá no lo viera así. Son mis propios pecados los que me dan esa claridad. Pero no puedo preocuparme mucho acerca de tus pecados y miserias cuando tengo tantos en mí misma. … La oración que le dirijo a Dios todos los días es la de que agrande mi corazón de tal manera que los vea a todos ustedes y viva con todos ustedes, dentro del amor de él”.

Esta es la actitud que necesitamos en estos momentos en los que nuestra sociedad está tan polarizada y dividida.

También me inspiro en el testimonio del Venerable Augustus Tolton. La suya es una historia asombrosa y verdaderamente estadounidense. Él nació en la esclavitud, escapó a la libertad con su madre y se convirtió en el primer hombre negro en ser ordenado sacerdote en mi país.

El Padre Tolton dijo una vez: “La Iglesia Católica deplora una doble esclavitud: la de la mente y la del cuerpo. Ella se esfuerza por liberarnos de ambas”.

Actualmente, necesitamos ese tipo de confianza en el poder del Evangelio.

Creo que en este tiempo la Iglesia debe ser una voz para la conciencia individual y la tolerancia. Necesitamos promover una mayor humildad y realismo sobre la condición humana, dándonos cuenta de que nuestra humanidad común implica reconocer nuestra común fragilidad. La verdad es que todos somos pecadores, todos somos gente que quiere hacer lo correcto, pero que con frecuencia no lo hace.

Eso no significa que haya que permanecer pasivos ante la injusticia social. Pero tenemos que insistir en que la fraternidad no puede construirse a través de la animosidad o de la división. La verdadera religión ofrece un camino para que incluso los peores pecadores encuentren la redención.

También debe sostenernos la comprensión sobrenatural de la providencia de Dios, la realidad de que la mano amorosa de Dios sigue guiando nuestras vidas y el curso de las naciones.

La Iglesia se está preparando para celebrar el 490 aniversario de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe, acontecimiento que marca la verdadera fundación espiritual del continente americano.

Ya estamos viendo señales de un auténtico despertar religioso de Estados Unidos, a pesar de todas las controversias de nuestra política, de las continuas oleadas de la pandemia y de toda la incertidumbre acerca del rumbo que está tomando nuestro país.

Estoy seguro de que veremos cómo este despertar espiritual crecerá y se extenderá en los próximos años. Y las palabras que Nuestra Señora pronunció en el Tepeyac continúan siendo para mí una fuente de fortaleza e inspiración: “¿No estoy yo aquí, yo que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra y protección?”

La misión de la Iglesia en este momento cultural —tal como lo ha sido en todo tiempo y lugar— es proclamar a Jesucristo como el verdadero camino de liberación de toda esclavitud e injusticia, tanto espiritual como material.

Que en nuestra práctica y predicación, y especialmente en el amor a nuestro prójimo, demos testimonio del hermoso plan de Dios para nuestra humanidad común, de ése nuestro común origen y de nuestro destino común en Dios.