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La inmigración se ha convertido en el tema central de nuestros tiempos.

En toda Europa, han ido surgiendo movimientos políticos populares en respuesta a las tensiones y disturbios sociales provocados por más de una década de políticas nacionales que fomentaron la migración masiva.

En nuestro país existen dinámicas similares, puesto que se calcula que una cuarta parte de los votantes describió “la inmigración y la frontera” como la situación más urgente en las recientes elecciones nacionales.

Los resultados electorales fueron más allá de ser una reacción a las políticas laxas de control fronterizo de la administración anterior. Son, también, el reflejo de la creciente ansiedad y temor acerca del modo en que la economía global está transformando las economías y las comunidades locales.

Gran parte de la gente que nos rodea ve a los inmigrantes como una amenaza para su propia subsistencia. Les preocupa la delincuencia, la disponibilidad de empleos suficientes para todos, la capacidad de nuestros sistemas de educación y de bienestar social para atender a más personas y la capacidad de nuestro país para integrar a tantos inmigrantes provenientes de culturas diferentes.

Desde el mes de enero, la nueva administración de Washington ha respondido a estos temores mediante una extensa represión contra la inmigración.

Ha cerrado la frontera sur para los migrantes, ha reducido drásticamente el número de refugiados que se admiten y ha tomado medidas para limitar el “estatus de protección temporal” concedido a quienes van huyendo de la violencia y la inestabilidad política que hay en sus países de origen.

El gobierno está también restringiendo la inmigración legal, estableciendo límites a los programas de trabajadores temporales e imponiendo nuevas normas para obtener las visas que las empresas utilizan para contratar trabajadores extranjeros temporales.

Lo más inquietante es que el gobierno ha estado realizando redadas de deportación en comunidades y centros de trabajo de todo el país.

Como resultado de estas medidas, el gobierno ha informado recientemente que más de dos millones de personas indocumentadas han sido expulsadas del país desde enero.

Este es el contexto del mensaje especial sobre inmigración emitido por los obispos estadounidenses en nuestra reunión anual de principios de este mes. Exhorto a todos los católicos a que lean esta importante declaración en el espíritu de oración.

Mis hermanos obispos y yo nos hemos dado cuenta de que esta política de deportación está arruinando la vida de muchas personas y que ha ido fragmentando a muchas familias de nuestras parroquias y de nuestros vecindarios, de tal modo que ahora la gente vive en medio de un constante temor.

Ante la exigencia de tener que cumplir con las cuotas que se les ha marcado —hay informes en donde se estipula que se espera que los agentes realicen 3000 arrestos diarios— esta política se está aplicando de manera implacable e indiscriminada.

Los encargados de aplicar estas medidas no detienen solamente a los delincuentes violentos, sino también a madres, padres, abuelos, hombres y mujeres trabajadores que son pilares de nuestras parroquias y de nuestras comunidades.

Algunos son detenidos sin cargos ni posibilidad de contactar a sus familias. Otros son recluidos en centros inseguros e insalubres, en los que se les niega el acceso a asistencia o asesoramiento religiosos.

Como pastores, nosotros comprendemos la indignación popular acerca de la falta de control de las fronteras y de la gran cantidad de personas indocumentadas que hay en nuestro país. Pero ésta no es la manera de defender el estado de derecho ni la soberanía de nuestra grandiosa nación.

Estamos castigando a individuos que son, ciertamente, responsables de sus actos. Pero ellos forman parte de un sistema que nuestros líderes han permitido que sea inadecuado, durante más de 40 años.

Muchos de los que se encuentran aquí ilegalmente llegaron con el entendimiento tácito de que las autoridades pasarían deliberadamente por alto su presencia, dado que las empresas necesitaban su labor.

Los políticos, los líderes empresariales y los grupos de activistas han explotado este problema en beneficio propio durante mucho tiempo y a eso se debe que persista actualmente.

Es revelador el hecho de que no haya encuestas, y casi nada de deliberaciones en el Congreso sobre la reforma de nuestras leyes de inmigración. El único proyecto de ley bipartidista que se ha presentado cuenta con apenas unos cuantos promotores.

¿Qué responsabilidad tienen nuestros líderes ante la crisis actual?

No cabe duda de que nuestro gobierno tiene derecho a hacer cumplir sus leyes de inmigración, incluso recurriendo a la deportación. Las administraciones anteriores han deportado a millones de personas, enfrentando poca resistencia y pocas críticas.

Pero la deportación no es la única manera de responsabilizar a la gente que entra ilegalmente al país.

Justo ahora, después de casi un año de deportaciones y de nuevas restricciones migratorias, el gobierno tiene la oportunidad de hacer una pausa y de examinar el camino a seguir.

La frontera ha sido asegurada, las autoridades pueden, pues, aprovechar este momento para reorientar sus esfuerzos de control migratorio hacia aquellos que son verdaderamente una amenaza para la seguridad y el orden público. Las autoridades pueden también colaborar con el Congreso para abordar la realidad de que millones de hombres y mujeres indocumentados de este país no tienen antecedentes penales y han vivido y trabajado aquí durante varias décadas.

Estos inmigrantes son propietarios de viviendas, están a cargo de negocios o trabajan en empleos que nuestra sociedad requiere; tienen hijos y nietos y son buenos vecinos y feligreses fieles.

No hay duda de que una nación poderosa puede llegar a encontrar una solución generosa para estas personas, responsabilizándolas por infringir nuestras leyes, pero brindándoles también una opción para regularizar permanentemente su situación.

Oren por mí, y yo oraré por ustedes.

Y pidámosle a María, nuestra Santísima Madre, que ayude a que nuestros líderes actúen con compasión, con sabiduría y con valor.

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Arzobispo José H. Gomez

El Reverendo José H. Gomez es el arzobispo de Los Angeles, la comunidad católica más grande del país. También se desempeña como Presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos.

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