A veces me siento abrumado de gratitud, al pensar en toda la gente que está orando por mí.

He estado reflexionando mucho sobre esto últimamente: sobre cuánto dependo de las oraciones de la gente y sobre qué tanto mi propia oración está dedicada a orar por la gente que hay en mi vida y en mi ministerio.

Como católicos debemos ser almas en una constante conversación con Dios, poniendo en él nuestra confianza todo el día durante la realización de nuestro trabajo y nuestros deberes cotidianos. Podemos hablar con Dios como Padre y como amigo, encomendándole nuestras preocupaciones y confiándole nuestras alegrías, pidiéndole su guía y agradeciéndole su bondad.

Pero nuestra conversación con Dios nunca debería ser solamente sobre nosotros mismos. Tenemos que hablar con él sobre nuestros seres queridos y colegas, sobre las preocupaciones que tenemos con respecto a nuestra cultura y a nuestra sociedad.

Jesús nos dijo que oráramos siempre y él nos dio ese ejemplo de oración constante en su propia vida.

Él oró antes de resucitar a Lázaro de entre los muertos. Oró por sus discípulos y por la Iglesia, y también por sus enemigos que lo mataron.

Los primeros discípulos de nuestro Señor siguieron su ejemplo, ofreciendo peticiones y oraciones “por todos”, incluso por sus perseguidores. Oraron por las autoridades seculares. Una de las imágenes más bellas de los primeros tiempos de la Iglesia es la de los apóstoles reunidos en oración con la madre de Jesús.

Cuando San Pedro estaba en la cárcel, “la comunidad no cesaba de orar a Dios por él”. Con frecuencia pienso en este pasaje, al acordarme de nuestra oración actual por los cristianos perseguidos de todo el mundo.

“Oren unos por otros”, decía el apóstol Santiago. Y eso deberíamos hacer.

En la Iglesia, nadie es un individuo solitario. Todos estamos unidos a otros creyentes, vivos y muertos, en una misteriosa solidaridad de caridad, que es la comunión de los santos.

Ninguno de nosotros vive para sí mismo, nos dice San Pablo. Si un miembro de la Iglesia sufre, todos sufrimos. Y lo que en caridad ofrecemos por nuestros hermanos y hermanas —nuestras oraciones, mortificaciones y sacrificios— los ayuda de una manera misteriosa.

Adquieran el hábito de pasar un tiempo cada día, recordando a la gente que hay en su vida: a su familia, a sus amistades, a sus seres queridos. Ellos y ellas son sus primeras responsabilidades.

Pídanle a Dios por su salud y su felicidad, oren para que ellos permanezcan cerca de Jesús y para que perseveren en su camino al cielo.

Podemos orar también por los “casos difíciles”. Todos los tenemos en nuestras vidas. Por el ejemplo que Abraham nos dio en la Biblia, sabemos que podemos suplicarle a nuestro Padre, implorar su misericordia. Podemos pedirle milagros, curaciones y conversiones.

En nuestra oración por los demás, podemos pedirle a Santa María, a San José y a los diversos santos que intercedan por nosotros. Muchos católicos tienen la costumbre de rezar un Acordaos diario por el miembro de su familia que más necesita de la ayuda de Dios en ese día.

Tenemos que orar también por el mundo y por la Iglesia, para que la voluntad de Dios sea hecha, tanto en la Tierra como en el cielo.

Me parece que la oración de intercesión nos ayuda a no perder la esperanza. Como bien sabemos, la gente por la que oramos a veces parece no querer nuestra ayuda. O bien, vemos las condiciones que hay en el mundo —pobreza, injusticia, violencia, la degradación del medio ambiente— y nos preguntamos cómo es que podrán llegar a cambiar las cosas.

La oración nos dice que no estamos desprotegidos. Nuestra oración siempre es fructífera y tiene un efecto, incluso si nosotros no podemos ver sus resultados, o si esos resultados no son lo que nosotros pedimos.

Nuestra vida de oración nunca es un monólogo. Tenemos que estar siempre a la escucha de la voz de Dios, preguntándonos siempre qué es lo que él nos está diciendo a nosotros y a la Iglesia. Perseveremos en la oración, sabiendo que el Señor escucha las oraciones de sus fieles, y que Dios dispone todas las cosas para el bien de los que lo aman.

Aquí en la Tierra nunca conoceremos la magnitud de los efectos de nuestras oraciones, ni en qué medida nuestra propia vida se ha visto influenciada por las oraciones de los demás.

En lo personal, pienso que descubriremos que la historia siempre ha dependido, no tanto de las decisiones de los líderes mundiales y nacionales sino —en gran medida y sobre todo— de las oraciones de la gente común y corriente.

En el último libro de la Biblia, tenemos esa intrigante imagen de las copas de oro llenas de “las oraciones de los santos”, que se ofrecen ante el trono celestial de Dios. Me gusta pensar que esas son las humildes peticiones que hacemos por nuestros seres queridos y por el mundo.

Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y pidámosle a María, nuestra Madre Santísima, que ella nos ayude a orar siempre y a llevar a todas las almas a su Hijo, Jesucristo.