Del 13 al 16 de noviembre estuve en Baltimore, para la asamblea plenaria anual de los obispos católicos de Estados Unidos.
Fue la primera reunión de obispos a la que asistieron nuestros cuatro nuevos obispos auxiliares que fueron ordenados en septiembre. Para mí fue, pues, una ocasión especial para orar y convivir con ellos, al igual que con el Obispo Auxiliar Marc Trudeau.
De estas reuniones con mis hermanos obispos salgo siempre sintiéndome esperanzado y motivado. Se percibe con gran claridad que Dios vive y que su Espíritu está actuando de muchas maneras maravillosas dentro de la Iglesia, no únicamente aquí en Los Ángeles, sino también en todo el país.
En Estados Unidos hemos sido bendecidos con buenos obispos, que están al frente de nuestras diócesis, muchos de los cuales han sido nombrados durante la última década. Además, como lo hemos podido comprobar en los nuevos obispos que tenemos aquí en Los Ángeles, durante los últimos años se ha nombrado en todo el país una nueva generación de obispos auxiliares eminente, constituida de hombres de oración, que viven con un celo apostólico.
Lo mismo puede decirse de nuestros nuevos sacerdotes estadounidenses. A todo lo largo y ancho del país se está ordenando una nueva generación de sacerdotes excelentes. Son hombres que tienen un celo ardiente por difundir el Evangelio, hombres que aman a Jesús y cuyo anhelo es hacer que Jesús sea amado por todos los corazones.
Podemos apreciar todo eso aquí en Los Ángeles, y en las conversaciones que he tenido con mis hermanos obispos, me han comentado que ellos también lo perciben en sus respectivas diócesis.
La Iglesia estadounidense está haciendo lo que Cristo nos mandó hacer: permanecer unidos en la urgente tarea de proclamar su Evangelio de amor y en buscar la salvación de las almas.
Nos esforzamos también por edificar el reino de Cristo, difundiendo el mensaje social del Evangelio y trabajando, a través de nuestras organizaciones benéficas y esfuerzos de extensión, por un mundo que proteja la santidad y la dignidad que las personas humanas poseen como hijos de Dios.
En Baltimore dimos comienzo a nuestra reunión con una Misa por la Paz, orando especialmente por Ucrania, Palestina e Israel. Durante nuestras sesiones, reafirmamos nuestro compromiso de defender a los migrantes y refugiados y de buscar soluciones para nuestro sistema de inmigración, que que dejó de funcionar hace tanto tiempo.
Una de nuestras discusiones más importantes abordó la crisis creciente de salud mental, y la nueva Campaña Nacional Católica de Salud Mental de los obispos, que tiene como objetivo el crear conciencia sobre este tema y ayudar a que la gente encuentre un lugar para recibir atención y tratamiento.
De cara a las elecciones de 2024, revisamos la introducción de nuestro documento “Formar conciencias para una ciudadanía fiel” para tratar el tema de las “amenazas más graves para la vida y la dignidad de la persona humana”, entre las que se encuentran el aborto, la eutanasia, el uso violento de las armas, el terrorismo, la pena de muerte, la trata de personas y los esfuerzos por redefinir el matrimonio y el género.
En la Iglesia de este país nos enfrentamos con muchos desafíos. Pero son el tipo de desafíos que la Iglesia enfrenta en toda época y lugar: ¿Cómo vivir como seguidores de Jesucristo en un mundo hostil al Evangelio? ¿Cómo proclamar el Evangelio y transmitirle nuestra fe a la siguiente generación?
En el transcurso de la historia podemos apreciar cómo la misión de la Iglesia estadounidense se ha distinguido siempre por el liderazgo y la participación de los fieles laicos.
Y en las presentaciones que tuvieron lugar durante nuestra reunión en Baltimore, quedó claro nuevamente que los laicos son fuente de una gran creatividad y energía apostólica dentro de la Iglesia.
Hemos sido bendecidos con una diversidad de apostolados y ministerios laicos que trabajan asociados con los obispos y con los párrocos para acompañar y profundizar en la fe de nuestra gente, especialmente de nuestros jóvenes y familias.
La Iglesia de este lugar ha reflejado durante mucho tiempo lo que el Concilio Vaticano Segundo llamó “el llamado universal a la santidad”, al igual que la perspectiva de colaboración a la que el Papa Francisco nos llama en el Sínodo sobre la Sinodalidad.
Por eso me siento tan alentado por las dos iniciativas apostólicas más importantes que hay en Iglesia en estos momentos: el llamado del Santo Padre a la “sinodalidad” en la Iglesia universal y el llamado de los obispos estadounidenses a un reavivamiento eucarístico.
Como lo dijo el nuncio apostólico y delegado del Papa, el Cardenal Christophe Pierre, en su discurso a los obispos: “El reavivamiento eucarístico y la sinodalidad van de la mano”.
Ambos tienen que ver con la misión esencial de evangelización de la Iglesia, con el hecho de conducir a nuestro pueblo a un nuevo encuentro con Jesucristo, el Dios vivo, el Dios de amor que viene a salvarnos y hacer de nosotros una sola familia.
Este amor divino es el que hace nuevas todas las cosas, tanto dentro la Iglesia como en nuestras vidas. Que las personas conozcan este amor es el urgente motivo de todo lo que hacemos en la Iglesia, de toda nuestra enseñanza y predicación, de todas nuestras obras de misericordia y de atención pastoral.
En su alentador discurso, Pierre citó las palabras que Francisco pronunció al concluir el reciente sínodo en Roma: “Amar a Dios y al prójimo; eso es el centro de todo”.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Agradezcámosle a Dios todos los dones que le ha otorgado a su Iglesia de Estados Unidos.
Y pidámosle a nuestra Santísima Madre María que ella permita que en el corazón de todo lo que hagamos esté siempre el amor a su Hijo.