En nuestra sociedad estamos sumamente preocupados por la justicia y hablamos mucho sobre igualdad y equidad. Queremos asegurarnos de que la gente tenga lo que se merece, de que cada uno obtenga lo que le corresponde en justicia, de que a nadie se le niegue aquello a lo que tiene derecho. Nos preocupamos cuando algunas personas tienen más privilegios, más posesiones y oportunidades, en tanto que otras tienen menos.
Nuestra preocupación por la justicia muestra la profunda influencia de nuestra herencia judía y cristiana. Incluso en una sociedad secular avanzada, las ideas bíblicas son todavía las que moldean nuestras suposiciones sobre lo que es correcto y lo que no, así como también nuestras expectativas sobre lo que constituye una sociedad buena.
En las Escrituras, la palabra “justicia” se traduce a veces como “rectitud”, y ese concepto es mencionado más de 800 veces. “La justicia y solo la justicia debe ser tu objetivo”, les enseñó Moisés a los israelitas.
En la Biblia, la justicia es algo “social”. Pero antes de eso, la justicia es personal, es una virtud del corazón humano.
Esa dimensión personal es lo que falta en la comprensión de la justicia por parte de nuestra sociedad secular. Actualmente, consideramos primero los derechos de los individuos o de los grupos, pensando en términos de lo que la sociedad les “debe” y frecuentemente definimos estas cosas solo en términos legales o materiales.
Pero la justicia es más que eso. Es una de las virtudes cardinales, esencial para las relaciones correctas entre nosotros y Dios, y entre nosotros y las demás personas. La justicia no consiste tanto de obtener nuestro “merecido postre”, sino en nuestro deber de darle a los demás lo que ellos merecen.
El Catecismo lo define así: “La justicia consiste en la voluntad firme y constante de darles a Dios y al prójimo lo que les corresponde”.
¿Qué es “lo que le corresponde” a nuestro prójimo? Esta es una pregunta que nuestra sociedad secular encuentra difícil responder, porque ya no estamos de acuerdo en que haya un objetivo o un “fin” determinado para la existencia humana.
Pero la virtud cristiana de la justicia supone que Dios tiene un plan para cada persona, que Él nos otorga derechos y obligaciones, que Él nos ofrece a cada quien una dignidad y un destino trascendentes.
Justicia significa respetar los derechos de los demás dados por Dios: su derecho a la vida, a la libertad, a los bienes de la tierra, que Dios ha destinado para todos.
Justicia significa hacer lo correcto por los demás en nuestras relaciones personales y en nuestras transacciones sociales. Significa también trabajar para lograr una sociedad que promueva la equidad, la igualdad y los derechos humanos en su sistema legal y en su economía.
Jesús definió nuestras obligaciones hacia Dios y hacia nuestro prójimo en términos de amor. Debemos amar a Dios con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Lo que se le debe a Dios es el amor. Lo que se le debe a nuestro prójimo es el amor.
Entonces, las obras de justicia son obras de amor.
Pero la justicia va más allá que las obras que realizamos o que las reglas que seguimos. Jesús dijo que nuestra justicia debe superar la justicia de los escribas y fariseos, los cuales redujeron la justicia al cumplimiento externo de la letra de la ley.
Nuestro Señor quiere que estemos colmados de un profundo deseo interno de justicia, de un profundo anhelo de que cada persona reciba la bondad que Dios desea para ellos. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia”, nos dice Él.
Entonces, ¿cómo crecer en la virtud de la justicia?
La gratitud es esencial. Todo lo que tenemos, empezando por nuestra vida, es un don de Dios. Cuanto más agradecidos estemos por lo que se nos ha dado, más desearemos ver que otros reciban los dones que Dios desea para ellos; no solo las cosas de esta tierra, sino también las cosas del cielo.
Otra manera de crecer es esforzándonos por hacer lo correcto y lo justo, incluso en las áreas más pequeñas de la vida cotidiana. Hacer bien nuestro trabajo, pagar las deudas, cuando usemos algo que le pertenece a otra persona, tratarlo con cuidado. La virtud crece con la práctica.
Deberíamos de reflexionar seguido acerca de los Diez Mandamientos, del Sermón de la Montaña, y practicar en todo, la regla de oro: “Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes”.
También deberíamos estar atentos a las pequeñas injusticias que podemos cometer: cuando hablamos de la gente a sus espaldas, cuando criticamos, cuando decimos chismes. Estas son injusticias porque le quitan a los demás lo que es legítimamente suyo: su reputación, su buen nombre y la estima personal que se merecen.
Una última manera con la que crecemos es cuando soportamos con paciencia y perdón las pequeñas ofensas e indignidades que experimentamos cada día. Esto nos ayuda a crecer en la humildad, ya que somos conscientes de que estamos avanzando tras las huellas de Cristo, que es el “Justo”.
En las Escrituras, el hombre justo es el hombre bueno. Como enseña el profeta: “Lo que el Señor te exige: tan sólo que practiques la justicia, que ames con ternura y obedezcas humildemente a tu Dios”.
Oren por mí esta semana y yo oraré por ustedes.
Y pidámosle a la Santísima Virgen María que nos ayude a crecer cada día en nuestra hambre y sed de justicia.