Enmedio de una gran alegría este año empezamos el Adviento con nuestra 92ª procesión anual y nuestra Misa en honor a Nuestra Señora de Guadalupe y San Juan Diego.
Miles de personas nos acompañaron en el recorrido de una milla de distancia, caminando desde la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad hasta el Estadio Universitario del Este de Los Ángeles. Fue un glorioso testimonio de la vitalidad de nuestra Iglesia local, pues participaron familias jóvenes y mayores, estudiantes de escuelas católicas, sacerdotes, religiosos, al igual que mis hermanos obispos y yo. Todos llegamos a alabar a Jesús.
Esta procesión la inició la multitud de refugiados católicos de México que habían huido de la persecución de la Iglesia y fueron acogidos aquí en 1931 por mi predecesor, el Arzobispo John Cantwell.
Ésta es una hermosa historia de misericordia y de hospitalidad que podemos recordar con motivo de la Navidad. Para mí, es una historia que está ligada a la tradición de Las Posadas, con la que las familias mexicanas recrean la experiencia que María y José tuvieron en aquella primera noche de Navidad, cuando no encontraron lugar en la posada.
Pienso en las palabras de Jesús: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y comeré con él, y él conmigo”.
Después de tantos siglos, Jesús sigue de pie, llamando a la puerta de todo corazón, y nos invita todavía a cada uno de nosotros a que lo acojamos y a que lo acompañemos a la mesa que ha preparado para nosotros en su reino eterno.
El Catecismo nos dice que Jesús es el que “Es” y Aquel que “viene”.
Vivimos nuestras vidas en este equilibrio, es decir, entre el don de su nacimiento en Belén y su promesa de volver al final de los tiempos para reunirnos en su amor.
El amor bajó del cielo en aquella primera Navidad.
María Santísima llevó al Dios que es Amor en su seno virginal. Ella llevó en sí a ese Amor que creó las estrellas y los cielos, la tierra y todo lo que hay en ella. Ella dio a luz al Amor que aún mueve los vientos y los mares, y que sostiene todo lo que vive y respira.
¿Pero, por qué sucedió esto? ¿Por qué descendió a nosotros el amor? La respuesta está en su nombre: “Y tú le pondrás el nombre de Jesús”, le dijo el ángel a José, “porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.
El amor descendió a la tierra para salvarnos de nuestros pecados y de la consecuencia de éstos, que es la muerte.
La alegría de la Navidad es la alegría de la salvación, es esa hermosa exclamación del ángel en la noche de Navidad: “¡hoy les ha nacido…, un Salvador!”
La “salvación” es uno de esos términos religiosos que se ha vuelto más difícil de entender a medida que la sociedad que nos rodea se ha ido volviendo más secular y materialista.
Ya no hay mucha gente que parezca pensar que necesita ser “salvada”. Confiamos en nuestra ciencia y en nuestra tecnología; creemos que podemos arreglar cualquier problema, que lo tenemos todo bajo control.
Y es cierto: hemos logrado grandes progresos en nuestro nivel de vida, hemos hecho descubrimientos en cuanto a los medicamentos y tratamientos para las enfermedades.
Pero nuestros inventos nunca podrán liberarnos de las trampas que nos tiende nuestra inclinación al pecado, nunca podrán salvarnos de las múltiples maneras en que nos alejamos de Dios y nos herimos los unos a los otros.
Y por más avances que pueda alcanzar nuestra ciencia, nunca descubriremos la “cura” para la muerte.
Para esto necesitamos un Salvador.
Jesús bajó del cielo porque él sabe que no podemos salvarnos a nosotros mismos, que sin Él no nos sería posible encontrar el camino al cielo.
Santa Catalina de Siena dijo: “Todo proviene del amor, todo está ordenado para la salvación de la humanidad. Dios no hace ninguna cosa sin tener este objetivo en mente”.
Éste es el misterio del gozo de la Navidad. Jesús viene a revelarnos que somos amados por Dios con un amor que tiene su origen en el propio corazón de Dios, un amor que comienza antes de la fundación del mundo y que continuará por toda la eternidad.
El amor es la razón de ser del universo, y el amor es también la razón de ser de la vida de ustedes y de la mía. Dios nos ha creado, a cada uno de nosotros, para amar y ser amados, para amar como hemos sido amados por Él.
Ésta es la promesa de salvación que Jesús nos trae, la promesa de un amor que no tiene fin.
En este tiempo de salvación, en este tiempo de gozo, abramos nuevamente nuestros corazones para experimentar el amor de nuestro Salvador.
Y pidámosle que renueve en nosotros el deseo de compartir su amor y de dar a conocer a toda la gente su salvación.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y pidámosle a María Santísima, que es la causa de nuestra alegría, que ella nos ayude a vivir cada día con la alegría de la salvación.