Acabamos de cumplir un año del confinamiento impuesto por las autoridades para aminorar la propagación del coronavirus.

Han sido meses largos y difíciles, llenos de trauma y dolor, y todavía hay mucha incertidumbre sobre el futuro. Tendrán que pasar años para que comprendamos plenamente el daño causado por esta pandemia y la respuesta que nuestra sociedad tuvo ante ella.

Pero ahora que estamos por entrar a nuestra segunda Semana Santa en tiempos del coronavirus, estamos empezando a ver signos de esperanza.

Junto con mis hermanos obispos y sacerdotes de toda la Arquidiócesis de Los Ángeles, estoy deseoso de acoger en la Iglesia a muchos nuevos católicos en la Pascua y también me alegra la perspectiva de una concurrida temporada de confirmaciones.

Recientemente tuve el gusto de poder celebrar en la Catedral de Nuestra Señora de los Ángeles las Misas anuales de entrega de Premios al Servicio Cristiano, en honor de nuestros estudiantes de secundaria. También tuve el privilegio de celebrar una Misa transmitida en vivo a nivel nacional, con motivo de la solemnidad de San José, durante este Año de San José. En la misma Misa, dimos también inicio al año especial que el Papa Francisco ha dedicado a la alegría del amor familiar.

A lo largo de esta Cuaresma, he estado tratando de orar y reflexionar más a fondo sobre la figura de San José, basándome en la historia que se narra sobre él en las primeras páginas de los Evangelios de San Mateo y San Lucas. Su silenciosa esperanza y valor frente a la adversidad, su confianza en la providencia de Dios, su dedicación sencilla a hacer la voluntad de Dios, son virtudes que me parece que todos tenemos que desarrollar en este momento de nuestra vida.

Los animo nuevamente a todos a leer la hermosa y práctica carta del Papa Francisco para este Año de San José. Del ejemplo de San José, escribe el Santo Padre, aprendemos que “nuestras vidas pueden renacer milagrosamente si encontramos el valor para vivirlas de acuerdo con el Evangelio”.

Éste es el misterio de Dios en el que entramos durante la Semana Santa y la Pascua. El camino de la cruz conduce a la resurrección. Nuestro Dios es un Dios de vivos y no de muertos. La promesa de la Pascua es que podemos renacer, que podemos llegar a ser una nueva creación en Jesucristo.

Las Escrituras nos dicen que Dios conserva su bondad hacia nosotros por mil generaciones si nosotros lo amamos y guardamos sus mandamientos. Eso significa que Dios nunca deja de amarnos, nunca deja de cuidarnos y de guiarnos. Podemos vivir de acuerdo al Evangelio, podemos construir nuestra vida sobre la roca sólida de este cimiento, porque sabemos que podemos confiar en su amor salvador.

En la cruz vemos la certeza del amor salvador de Dios. Un santo dijo: “La cruz permanece firme mientras el mundo cambia”. Ésta es la lección que hemos estado aprendiendo durante esta pandemia, en todas nuestras decepciones y pérdidas, en todos los planes que nos hemos visto obligados a cambiar o a abandonar.

Cuando somos despojados de todo, todavía queda la cruz, queda Jesucristo, que murió y resucitó de entre los muertos, que entregó su vida por cada uno de nosotros y que ahora nos invita a entregarle nuestra vida a él y a que ésta sea para él.

Y en estos momentos, éste es el mensaje que nuestro prójimo necesita escuchar. Todos los que formamos parte de la Iglesia, cada quien a su manera, debemos proclamar sencillamente a Cristo, no como un conjunto de ideas o enseñanzas ni como una figura del pasado lejano, sino como a ese Dios vivo que nos ama tanto que ha entrado en nuestra historia y se ha convertido en uno de nosotros con el fin de hablarnos y de sufrir por nosotros y para convertirse en el camino de nuestra vida.

No sabemos cómo llegará a ser el mundo que saldrá de esta pandemia, pero sabemos que requerirá del testimonio de los creyentes. Nos necesitará a cada uno de nosotros, renacidos y renovados en el misterio del amor que Dios tiene por nosotros en Jesucristo.

En estos meses y años venideros, es absolutamente esencial que hagamos de Jesucristo el centro de nuestra vida, que vivamos de él y para él, que pensemos en él, que hablemos de él y que sepamos que el sentido de nuestra vida se encuentra en estar unidos a él y en hacer su voluntad para nosotros.

Oren por mí esta semana y yo oraré por ustedes.

Y en ésta, que es la más santa de las semanas, pidamos la intercesión de nuestra Santísima Madre María, y velemos con ella al pie de la cruz.

¡Que ella nos ayude a abrir nuestros corazones para abrazar la hermosa verdad de que Cristo murió y resucitó de entre los muertos! Y que lo hizo por amor a ustedes y a mí.