El 21 de diciembre, el Arzobispo José H. Gomez encabezó un servicio conmemorativo en la Catedral de Nuestra Señora de los Ángeles para líderes de distintos credos, dedicado a los hombres y mujeres sin hogar que murieron en las calles del área de Los Ángeles durante el pasado año. El texto que viene a continuación es una adaptación de su reflexión sobre la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10, 25-37).
Nos reunimos nuevamente para recordar a nuestros hermanos y hermanas que murieron sin tener un hogar y sin nadie que orara por ellos.
Cada uno de ellos era un hijo de Dios, creado en el amor, y a imagen de Dios. Dios conocía sus nombres y tenía un plan para sus vidas.
Esto es lo que nos preocupa. Año tras año, muchos de nuestros hermanos y hermanas se extravían y terminan en la calle; muchos de ellos no encuentran su lugar en nuestra sociedad y terminan en el olvido.
Nos preguntamos por qué sucede esto, y no hay respuestas fáciles. Las preguntas en sí mismas no son fáciles; cualquier solución parece estar fuera del alcance de nuestra política. En el fondo de todo, nos enfrentamos al misterio de la providencia de Dios y del sufrimiento humano.
Para mí, el misterio consiste no sólo en preguntarme por qué permite Dios que algunas personas sufran. El misterio es, sobre todo, saber por qué algunas personas tienen compasión ante el sufrimiento, mientras que otras permanecen indiferentes.
La parábola que acabamos de escuchar es como un espejo de esto. Jesús sostiene este espejo ante nuestra conciencia y nos pregunta a cada uno de nosotros qué es lo que vemos.
Esta noche, Él nos pregunta a ustedes y a mí: “¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del hombre que fue asaltado por los ladrones?”.
Y hay otra pregunta que Él no formula: ¿cuál de estos tres eres tú?
El amor es la medida del corazón humano, y nuestro amor se juzga por la misericordia que mostremos a nuestro prójimo, especialmente a los más débiles y vulnerables.
En la parábola, el sacerdote y el levita ignoraron a la víctima de los ladrones; ambos decidieron cruzar el camino para evitar a ese hombre.
El viajero samaritano vio también al hombre, y Jesús nos dice que “se compadeció de él”.
La compasión del samaritano va más allá de los sentimientos; es una compasión que lo impulsa a actuar. Así, él se acerca al hombre, cura sus heridas y lo lleva a un lugar donde pueda recuperarse.
No solamente lo atiende, sino que paga de su propio bolsillo para asegurarse de que recibirá la atención que necesita.
El samaritano amplía entonces el círculo de su compasión, invitando al posadero a unirse a Él en su percepción de este hombre como su prójimo y como su responsabilidad.
Es una hermosa historia de misericordia, que nos conmueve cada vez que la escuchamos.
Lo que Jesús parece estar enseñándonos en esta parábola es que hay dos maneras de “ver”.
Una nos abre el corazón para ver a los demás como hermanos y hermanas, y nos permite ver su dignidad de hijos de Dios.
Pero hay otra manera de “ver” que nos ciega, que cierra nuestro corazón y nos hace creer que los pobres son problema de los demás y no nuestro.
Una manera de ver hace de nosotros un prójimo; la otra nos hace extraños.
A veces me preocupa que nos estemos convirtiendo en una sociedad de extraños, me inquieta que estemos demasiado aislados, demasiado encerrados en nosotros mismos; me preocupa que estemos perdiendo la capacidad de ver a los demás como Jesús nos llama a verlos.
“¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo?” Nadie más que tú puede responder a esta pregunta por ti.
Sin embargo, hermanos, ustedes y yo estamos esta noche aquí porque sabemos la respuesta. Sabemos que “el que le mostró misericordia” fue un prójimo.
Jesús nos envía ahora con ese conocimiento. Las últimas palabras de su parábola son una orden: “¡Anda y haz tú lo mismo!”
¡Anda y hazlo! ¡Son palabras de acción!
¡Anda! Y mira a los demás como el samaritano los veía, es decir, con ojos de compasión.
¡Haz tú lo mismo! Como lo hizo el samaritano: levantando a nuestros prójimos cuando caen, curando sus heridas, dándoles un lugar donde quedarse para que puedan volver a ponerse en pie.
Le pido a Dios que, este nuevo año, cada uno de nosotros, dentro de nuestras respectivas comunidades religiosas, tomemos la decisión de ser un prójimo para los necesitados.
Vayamos y ampliemos el círculo de compasión en nuestra sociedad, invitando a otros a ver como nosotros vemos, es decir, con los ojos de un prójimo.
Hagamos esto para honrar la memoria de nuestros hermanos y hermanas que murieron en las calles este pasado año. Cada uno de ellos tenía un nombre y cada uno de ellos era un alma amada por Dios.
Oremos para que encuentren ahora el descanso y el consuelo, en los amorosos brazos de Él, y que el hogar que no pudieron encontrar en la tierra, lo encuentren para siempre con él en el cielo.
