El Arzobispo Gomez celebró Misa con unos 300 peregrinos en la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe en la Ciudad de México, México, el 5 de julio. (Arquidiócesis de Los Ángeles)
Del pasado día 3 al 5 de julio, el Arzobispo José H. Gómez encabezó la peregrinación anual de unos 300 peregrinos en honor de Nuestra Señora de Guadalupe desde nuestra arquidiócesis, hasta la Ciudad de México. El texto que viene a continuación es una adaptación de su homilía de clausura.
Al estar ante esta sagrada imagen de Nuestra Señora, en presencia de nuestra Madre, nos dirigimos a ella con sencillez y de todo corazón, diciéndole que la amamos con todo nuestro corazón y con toda nuestra alma.
Y en este día, nosotros y nuestras familias, nos consagramos nuevamente a nuestra Madre.
Hemos traído con nosotros muchas oraciones y dificultades; a nuestra Madre le traemos aquí todo lo que perturba nuestro corazón.
Muchos de nuestros hermanos y hermanas, muchos de nuestros amigos y familiares, de nuestros vecinos y feligreses, se sienten agobiados por el miedo y la ansiedad ocasionados por las nuevas medidas de control migratorio de nuestro país.
En este día colocamos, pues, todas nuestras preocupaciones a los pies de Nuestra Señora. Y si abrimos hoy nuestro corazón y fijamos nuestra mirada en la de Nuestra Señora, escucharemos las tiernas palabras que ella le dirigió a San Juan Diego:
“¿No estoy aquí yo, que soy tu madre? ¿No estas bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?”
En esta sagrada imagen que María nos dejó, podemos ver que, bajo sus manos orantes, ella lleva a Jesús en su seno, y que el corazón de él late bajo el de ella.
Y hoy, que estamos bajo su sombra y su mirada, envueltos en su manto y rodeados por su abrazo, celebramos el hermoso misterio de que la Santísima Madre de Dios es también madre nuestra.
Ella nos lo dice hoy en esa hermosa lectura del Sirácide que escuchamos: “Yo soy la madre del amor hermoso, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza”.
Hoy venimos a ver a nuestra Madre, le decimos que la amamos, le pedimos que nos llene de su sabiduría y que nos instruya sobre sus caminos.
María consagró su vida entera a Jesús. En el Evangelio de hoy escuchamos las hermosas palabras de su consagración:
“Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”.
Nuestra Madre nos enseña a vivir de este modo: como siervos de su Hijo. En la fiesta de las bodas de Caná, ella les dijo a los sirvientes: “Hagan lo que él les diga”. Ésta es la sencilla enseñanza que ella nos transmite a ustedes y a mí. Y así es como ella vivió: meditando las palabras de Jesús en su corazón y mirando su ejemplo con asombro y admiración.
Éste es el secreto del Rosario, el secreto de esa hermosa oración, llena de amor que le dirigimos a Nuestra Madre.
Los misterios del Rosario son las escenas que María presenció en la vida de su Hijo. Y ella invita a sus hijos a meditar en estos misterios día tras día, año tras año, contemplando a su Hijo a través de los ojos de ella.
Así es como hemos de rezar el Rosario, y es la manera en la que hemos de vivir: ¡con asombro y con amor, sin jamás apartar nuestra mirada de Jesús!
Es importante que siempre recordemos que María vivió una vida normal y muy parecida a la nuestra. Sus días estaban dedicados plenamente a la familia, al trabajo, a las tareas y responsabilidades de cada día.
Y nosotros podemos asemejarnos a ella; podemos servir a Jesús en nuestro trabajo cotidiano, haciéndolo todo por amor a él y por amor a los que nos rodean, estando al servicio de nuestros hijos y de nuestro cónyuge, de nuestra familia y de nuestros parientes, de nuestros amigos y de nuestros vecinos.
Al vivir así, podemos hacer presente a Jesús en el mundo y, a ejemplo de María, podemos también guiar a las almas hacia él.
Cuando manifestamos nuestro amor en cada una de las pequeñas cosas de la vida, llegamos a ser un ejemplo para quienes nos rodean, y nuestra felicidad y esperanza atraen a la gente. Cuando vivimos de este modo, la gente se interesa por saber de dónde proviene nuestra felicidad y cómo podemos ser tan generosos y estar tan llenos de amor.
Y, ciertamente, nosotros podemos decírselos: Nosotros podemos amar porque sabemos que somos amados, porque hemos encontrado a Jesús.
Pidamos hoy esa gracia; amemos como ama María.
En esa hermosa primera lectura que escuchamos hoy, nuestra Madre nos promete: “Quien me obedece no será avergonzado, y los que me sirven no pecarán”.
Por eso ponemos nuestra confianza en María, confiamos en ella, nuestra Madre, con un amor profundo y filial.
Y le pedimos que nos enseñe su manera de practicar el sacrificio y el silencio, la humildad y el recogimiento. Le imploramos que nos ayude a ser como niños pequeños, que amen siempre a Jesús con la sencillez de corazón de un niño.
Encomendemos a nuestra Madre todas las preocupaciones de nuestro corazón, ¡todos los temores e incertidumbres que tengamos!
Nuestra Señora de Guadalupe, Madre del Amor Hermoso, ¡sé siempre nuestra Madre! ¡Protégenos con el manto de tu amor! ¡Muéstranos el camino a seguir y condúcenos siempre hacia tu Hijo!