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El desfile militar que tuvo lugar en la capital del país el día 14 de junio dio inicio a una serie de eventos conmemorativos del 250º aniversario de Estados Unidos, que culminará con la grandiosa celebración del año que entra, en conmemoración de la firma de la Declaración de Independencia, que tuvo lugar el día 4 de julio de 1776.

Son los ideales expresados por la Declaración, y no nuestro poderío militar, los que siempre han hecho que Estados Unidos sea un gran país.

Nuestra nación es la primera en haber sido cimentada sobre principios arraigados, tanto en las Escrituras judías como en las cristianas, sobre esa verdad que afirma que todos los hombres y mujeres son creados iguales, con una dignidad y unos derechos otorgados por Dios y que ningún gobierno puede negar.

Los fundadores de Estados Unidos describieron estas verdades como “indiscutibles”. Y a lo largo de los años, el compromiso de nuestros líderes ha convertido a esta nación en un faro de esperanza para quienes buscan la libertad y un refugio contra la opresión.

Basándose en estas realidades, esta nación ha llegado a ser la más próspera y la más diversa, así como también una de las naciones más esperanzadoras, innovadoras y generosas que el mundo haya visto jamás.

Pero el compromiso histórico de nuestra nación con estas verdades se ha visto confrontado recientemente por los enfrentamientos acerca de la inmigración ilegal que se han estado desarrollando en Los Ángeles y en varias ciudades, a todo lo largo y ancho del país.

Me han consternado profundamente los informes sobre agentes federales que han estado deteniendo a personas en lugares públicos aquí en Los Ángeles, sin aparentemente mostrar órdenes judiciales ni pruebas de que aquellos que han quedado bajo custodia se encuentren sin autorización en este país.

Estas acciones están promoviendo el pánico en nuestras parroquias y comunidades.

La gente prefiere quedarse en casa, sin asistir a la Misa ni ir al trabajo. Los parques y las tiendas están vacíos, las calles de muchos vecindarios están silenciosos pues las familias, por miedo, opta por permanecer a puerta cerrada.

Esta situación no es digna de una gran nación como la nuestra.

Podemos estar de acuerdo de que, en Washington, la anterior administración fue demasiado lejos al no asegurar nuestras fronteras y permitir que ingresaran demasiadas personas a nuestro país, sin una evaluación previa adecuada.

Pero la administración actual no ha ofrecido ninguna política migratoria más allá de estipular el objetivo de deportar a miles de personas cada día.

Esto no es una política sino un castigo, y sólo puede ocasionar resultados crueles y arbitrarios. Actualmente estamos ya escuchando historias de padres y madres inocentes que han sido deportados injustamente y sin posibilidad de apelación.

Una nación eminente, como la nuestra, puede tomarse el tiempo y la atención necesarios para hacer distinciones y para juzgar cada caso según sus méritos.

Se estima que hasta dos tercios de aquellos que se encuentran en el país de manera ilegal llevan viviendo aquí cerca de una década o más. Por lo que respecta a los llamados “Dreamers”, que fueron traídos aquí de pequeños, por sus padres indocumentados, éste es el único país que han conocido.

La gran mayoría de los “extranjeros ilegales” son buenos vecinos, hombres y mujeres trabajadores, personas de fe, que están realizando importantes contribuciones en sectores vitales de la economía estadounidense, como la agricultura, la construcción, la hostelería, la atención médica y muchas cosas más. Ellos son padres y abuelos activos en nuestras comunidades, organizaciones benéficas e iglesias.

Un estudio conjunto publicado a principios de este año por los obispos católicos de Estados Unidos y por varios grupos protestantes reveló que 1 de cada 12 cristianos que residen aquí es susceptible de ser deportado o vive con algún familiar que podría serlo.

La última reforma que hubo en nuestras leyes de inmigración tuvo lugar en 1986. Es decir, ha habido dos generaciones de negligencia por parte de nuestros líderes políticos y empresariales, y no es justo castigar por esa negligencia únicamente a los trabajadores comunes.

Ha llegado el momento de desarrollar un nuevo diálogo nacional sobre inmigración, un diálogo que sea realista y que haga la necesaria distinción moral y práctica sobre aquellos que se encuentran en nuestro país de manera ilegal.

Quiero sugerir algunas propuestas iniciales para este nuevo diálogo; unas propuestas basadas en los principios de la doctrina social católica, que reconozcan el deber que las naciones tienen de controlar sus fronteras y de respetar el derecho natural que las personas tienen de emigrar, buscando una vida mejor.

En primer lugar, podemos aceptar que quienes sean conocidos como terroristas y criminales violentos, deben ser deportados, pero de una manera coherente con nuestros valores, es decir, respetando su derecho a un debido proceso.

Podemos reforzar la seguridad de las fronteras y utilizar tecnologías y otros medios para ayudar a que los patrones puedan verificar la situación legal de sus empleados.

Deberíamos reformar las políticas de inmigración legal para garantizar que nuestra nación cuente con los trabajadores cualificados que necesita, manteniendo, a la vez, nuestro compromiso histórico por unir a las familias a través de nuestra política migratoria.

Deberíamos restaurar nuestro compromiso moral de proporcionar asilo y un estatus de protección a los refugiados genuinos y a las poblaciones en peligro.

Finalmente, y lo más importante, deberíamos encontrar la manera de ofrecer un estatus legal a quienes han estado en nuestro país durante muchos años, empezando por los Dreamers.

Estas no son ideas nuevas, sino un intento de iniciar un nuevo diálogo, pues ya es tiempo de que volvamos a hablar nuevamente y de que detengamos los pleitos en nuestras calles.

Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y pidámosle a María, nuestra Santísima Madre que ella ore por nuestro país, para que podamos renovar nuestro compromiso con las verdades que hacen de Estados Unidos una gran nación.

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Arzobispo José H. Gomez

El Reverendo José H. Gomez es el arzobispo de Los Angeles, la comunidad católica más grande del país. También se desempeña como Presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos.

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