Está ocurriendo un despertar espiritual en Estados Unidos a causa todas las controversias de nuestra política, de las continuas olas de la pandemia y de toda la incertidumbre que hay sobre el rumbo hacia el cual se dirige nuestro país.
La gente está haciendo un balance, examinando lo que realmente cree y lo que valora más profundamente en su vida. Me viene a la memoria la frase del último libro de la Biblia: “Despiértate y reanima lo que todavía no ha muerto”. Esto es lo que está ocurriendo.
No tengo datos ni evidencia que lo pruebe. Es tan solo una impresión. Pero es una impresión muy fuerte y esperanzadora, que estoy obteniendo durante mis múltiples visitas a diferentes parroquias de la Arquidiócesis de Los Ángeles y al hablar con diferentes personas y con otros párrocos, y al leer lo que aparece en los medios de comunicación.
El trato que nuestra sociedad secular y nuestra economía de consumo nos proponen siempre ha sido vacío y falso. Nunca podría satisfacer nuestros anhelos más profundos o responder a las preguntas que todos tenemos dentro de nuestros corazones: ¿Quién soy yo? ¿Qué tipo de persona debería ser? ¿Para qué debería vivir y por qué? ¿Qué pasará cuando yo muera?
Especialmente a la luz de la pandemia y del malestar social de estos dos últimos años, las personas parecen entender más claramente que hay algo más en la vida que trabajar para ganar el dinero con el fin de comprar cosas, que hay algo más en la vida que buscar la comodidad y el entretenimiento.
Si prestamos atención, podemos ver los cambios que nos rodean. No se trata de un movimiento de masas sino de que mucha gente, de todas las edades y todos los ámbitos de la vida, de una manera silenciosa y constante, está profundizando en su fe o tomando nuevas decisiones sobre lo que es importante en sus vidas y sobre cómo quieren vivir.
Son señales alentadoras y creo que ésta es una oportunidad evangélica para la Iglesia. Éste es el momento de reconstruir con Dios, partiendo de los fundamentos más básicos de la misión de la Iglesia.
Estamos aquí con un propósito, el de evangelizar, el de proclamar a Cristo y contar la hermosa historia del amor que Cristo tiene por nosotros y que expresó a través de su muerte y resurrección de entre los muertos, por nosotros y por nuestra salvación. Con todo lo que eso implica para nuestra forma de vivir la vida.
La historia cristiana, en su forma más simple, puede describirse así:
Fuimos creados a imagen de Dios y llamados a vivir una vida de bendición, en unión con él y con nuestro prójimo. La vida humana tiene un “telos” dado por Dios, es decir, una intención y una dirección. Debido a nuestro pecado, nosotros estamos alejados de Dios y unos de otros y vivimos a la sombra de nuestra propia muerte.
Por la misericordia de Dios y por su amor hacia cada uno de nosotros, fuimos salvados por medio de la muerte y la resurrección de Jesucristo. Jesús nos reconcilia con Dios y con nuestro prójimo; él nos da la gracia de ser transformados a su imagen y nos llama a seguirlo en la fe, amando a Dios y a nuestro prójimo y trabajando para construir su Reino en la tierra. Todo esto, con la confiada esperanza de que obtendremos la vida eterna con él, en el mundo venidero.
Esta es nuestra historia, nuestra esperanza y nuestra promesa en Cristo. Es una historia hermosa y verdadera. Yo le pido a Dios que todos nosotros, los que formamos parte de la Iglesia, que todos los católicos, nos apropiemos nuevamente esta historia y la proclamemos por nuestra forma de vivir, con alegría y compasión.
Como Iglesia, no debemos preocuparnos por los números, por el dinero o por la influencia que podamos tener en la sociedad. Estamos aquí para salvar almas y Jesús nos prometió que si buscamos primero su reino, lo demás nos será dado por añadidura.
Nos hemos acostumbrado a hablar en estos términos acerca de la salvación, acerca de salvar a las almas. Pero en estos tiempos, la gente anhela la certeza, quieren cerciorarse de que su vida tiene importancia, que tiene un propósito y un significado que trasciende esta vida terrena, esta existencia corporal.
Ante el temor generalizado a la enfermedad y la muerte que ha sido consecuencia de esta pandemia, debemos proclamar con una nueva confianza la verdad de que Cristo, con su amor ha vencido a la muerte y que, unidos a él, nosotros también podemos hacerlo.
Eso significa, ante todo, recuperar la verdad de que somos criaturas formadas de cuerpo y alma, que hay una parte de nosotros que es eterna, que fuimos creados para la comunión con Dios, para la participación en su vida divina.
Este es el significado de los dos grandes días santos que celebramos esta semana, Todos los Santos y Fieles Difuntos. Y la asombrosa promesa del cielo, la viva conciencia de la eternidad, es lo que debería guiar nuestro camino en la tierra.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y pidámosle a Santa María Virgen, que es fuente de nuestra esperanza, que ella despierte en nosotros el deseo de dar un testimonio del poder del amor y de la resurrección de su Hijo en todo lo que hacemos.