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En estos tiempos se habla mucho sobre el trabajo.

Desde hace ya casi un año, economistas y líderes empresariales hablan de algo a lo que le llaman “la gran renuncia”.

Millones de estadounidenses están cambiando de trabajo, jubilándose anticipadamente o simplemente decidiendo salir del mercado laboral por completo. Esto ha resultado en una escasez de mano de obra en muchas áreas y en que los porcentajes de estadounidenses que participan en la fuerza laboral hayan llegado casi a niveles mínimos en la historia.

Parece que uno de los muchos cambios sociales que son consecuencia de la larga pandemia y de los cierres gubernamentales de la economía es que muchos estadounidenses se ven ahora obligados a analizar detenidamente las realidades de su trabajo y sus actitudes y expectativas hacia éste.

Ahora, más que nunca, la Iglesia necesita participar en discusiones sobre los empleos, el trabajo y la economía.

En un nivel más profundo, creo, también, que tenemos que empezar a hablar nuevamente sobre el significado espiritual del trabajo en nuestras vidas. Necesitamos una “espiritualidad del trabajo” renovada.

No podemos permitir que la idea del trabajo sea devaluada en nuestra sociedad, o que sea tratada como una “necesidad” o una carga; como algo que tenemos que hacer para ganar dinero.

La verdad es que el trabajo es esencial.

En el plan de Dios para nuestra vida, el trabajo es esencial para determinar lo que somos, y básico para la manera en que hemos de estar al servicio de él y de su reino.

El trabajo es, por supuesto, algo práctico. Necesitamos trabajar para nuestro sustento y para mantener a nuestras familias. Necesitamos trabajar, también, para tener algo que darle a nuestros hermanos y hermanas necesitados.

Pero nuestro trabajo debe siempre estar animado por nuestra fe en Jesucristo.

Por eso Jesús pasó sus primeros 30 años en la casa de San José, un artesano que le enseñó a trabajar con sus manos.

En sus enseñanzas, Jesús utilizaba a menudo ejemplos del mundo del trabajo, especialmente en sus parábolas. Solía hablar de agricultores que sembraban la semilla y recogían la cosecha, de trabajadores y sus salarios, de arrendatarios y terratenientes, de talentos e inversiones, de deudas y pago de intereses.

Sus primeros seguidores fueron trabajadores y pescadores. Y Jesús describió la misión de ellos, utilizando palabras propias del trabajo que desempeñaban. “De ahora en adelante serán pescadores de hombres”, les dijo.

Lo que eso significa es que a nosotros, así como a los apóstoles, Jesús nos llama a seguirlo a través de nuestro trabajo, a través del desempeño de nuestros deberes cotidianos en nuestra vida ordinaria. Nuestro trabajo es parte de nuestra misión en la vida, de nuestra vocación, del llamado que Dios nos ha hecho.

Servimos a Dios en el lugar en el que estamos, no solamente en nuestros hogares y en nuestras relaciones personales, sino también a través de la labor que realizamos y del modo en que la llevamos a cabo.

A través de nuestro trabajo, debemos servir a Dios y a nuestro prójimo y debemos transformarnos en colaboradores de Dios, continuando la obra de él en el mundo, participando en su plan de redención y santificando el mundo con su presencia y con su amor.

La Iglesia siempre ha enseñado que el trabajo está orientado al servicio: al servicio a Dios, al servicio a la Iglesia, al servicio a los demás.

Tenemos que recuperar ese enfoque en nuestras propias vidas y necesitamos difundir ese concepto dentro de nuestra sociedad.

El trabajo es la manera en la que buscamos la voluntad de Dios y el modo en el que compartimos el plan de Dios. Es el medio con el cual mantenemos a nuestras familias y construimos nuestras comunidades. A través de nuestro trabajo, edificamos el reino de él en la tierra.

Un amigo me dijo una vez: “Mi papá no trabajó con un soplete en una fábrica durante 50 años porque eso lo hiciera sentir bien. Lo hizo porque me amaba a mí y a otras personas que lo necesitaban”.

Hay una profunda verdad en esa declaración.

Ya sea que se trate de las labores cotidianas que realizamos en nuestros hogares o de las que desempeñamos en nuestro empleo, el trabajo es una manera de amar, un medio de servir. Con frecuencia, nuestro trabajo implica sacrificar nuestras propias necesidades y prioridades para bien de los demás.

El trabajo puede implicar un esfuerzo. Sabemos que Jesús mismo experimentó el cansancio.

Pero con respecto al trabajo, todo depende de nuestras intenciones. Podemos abordar nuestro trabajo como una carga, como algo aburrido. O podemos verlo como algo hermoso para Dios y como una manera de servir a nuestro prójimo. Podemos servir a Dios en cada cosa pequeña que hagamos.

Entonces deberíamos decir muchas veces durante el día, “¡Te serviré, Señor!” Y deberíamos preguntarle: “¿Qué quieres que haga?”

Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y pidámosle a nuestra Santísima Madre María que nos ayude a renovar en nuestros corazones el deseo de trabajar, de servir y, por medio de nuestro ejemplo, poner de manifiesto ante nuestro prójimo la gran dignidad y sentido del trabajo que desempeñan.