El 3 de junio ordenaré a ocho nuevos sacerdotes, todos ellos hombres de bien, que estarán al servicio de la familia de Dios aquí, en la Arquidiócesis de Los Ángeles.
La celebración de ordenaciones sacerdotales es una de las grandes alegrías de mi ministerio. Y en estos días he estado reflexionando mucho sobre el misterio de nuestra vocación cristiana. Sobre el modo en que Dios llama a algunos de nosotros al sacerdocio o a la vida consagrada, en tanto que a otros los llama para servirlo como laicos, dentro de sus familias y en las muchas ocupaciones que existen en la sociedad.
También he tenido en mente todo esto porque nos encontramos en la temporada de las confirmaciones, así como también en la de las graduaciones de nuestras escuelas y universidades católicas.
Este año, he tenido la bendición de celebrar —hasta el momento— el sacramento de la confirmación en unas 30 parroquias de toda la arquidiócesis. He estado encontrándome con muchos hombres y mujeres jóvenes magníficos, que están ansiosos por recibir “el sello” del Espíritu Santo en este sacramento, y por profundizar en su compromiso de vivir para Jesús.
En esta época del año, muchos de nuestros jóvenes están pensando en su futuro, de lo que van a hacer con sus vidas.
Dios nos ha creado a cada uno de nosotros para que hagamos cosas maravillosas para él, para que sigamos a Jesús, cada quien a su modo. Y desde toda la eternidad, él estableció su proyecto personal para nuestras vidas: “Desde antes de formarte en el seno materno, te conozco; desde antes de que nacieras, te consagré”, nos dice a cada uno de nosotros.
Hace poco, un amigo me dio una copia de una carta que San Téofanes Vénard le escribió a su hermano, alentándolo cuando éste buscaba discernir su vocación.
San Téofanes nació en Poitiers, Francia, y desde muy joven se sintió llamado a ser sacerdote misionero. A mediados de la década de 1850, fue enviado a Tonkin, en lo que es ahora Vietnam.
Aquél fue un tiempo de persecución, en el que la práctica de la fe católica estaba proscrita y en el que los creyentes vivían bajo la amenaza de muerte. Durante siete años, Téofanes estuvo durmiendo en cuevas y solamente salía de noche para ministrar en secreto, celebrando la Misa en las casas de los católicos “que vivían en clandestinidad”.
Fue traicionado, arrestado y condenado a muerte, y sus últimos tres meses los pasó en una pequeña jaula de bambú, escribiendo cartas para su familia. En una famosa carta le describió su propia muerte a su padre:
“Todos nosotros somos flores plantadas en esta tierra. Dios recoge estas flores, algunas un poco antes y otras más tarde. … Procuremos todos agradar a este soberano Señor y Maestro con el perfume o resplandor que Dios nos ha dado a cada quien”.
Cuando las cartas de Téofanes fueron publicadas en Francia, después de su muerte, tuvieron una gran influencia en la gente. Santa Teresa de Lisieux, la Florecilla, escribió poemas sobre ese “pequeño mártir” y se inspiró en su valor y alegría frente al sufrimiento que enfrentó.
El santo, al escribirle desde su cueva a su hermano Eusebio, le decía que la pregunta correcta acerca de nuestra vocación no es qué queremos hacer con nuestra vida, sino qué quiere Dios que hagamos con ella.
“Bueno, tú te estás preguntando acerca de tu futuro”, le escribió Teófanes. “Pues ora con sencillez, humildad y fervor para conocer la voluntad de Dios, y tu camino se te presentará con claridad. Luego debes seguir la inspiración que la Misericordia divina pone en tu corazón”.
Además de la oración, él exhortaba ahí a su hermano a que meditara todos los días sobre uno o dos versículos del sermón de despedida de Jesús, que aparece en el Evangelio de San Juan, en los capítulos 14 a 17.
Sobre todo, le dijo, recuerda que somos amados por Dios y que nuestra vida le pertenece.
Para vivir bien nuestra vida, para encontrar la felicidad, hay que responder a las gracias que Dios nos da y utilizar nuestros talentos “para su mayor gloria, honra y amor”.
“Oh Eusebio”, le escribía, “tú estás en una edad de fuertes pasiones, de luchas difíciles, de grandes victorias. Nuestro Señor ‘miró’ a un joven y lo ‘amó’. Y ese joven eres tú mismo.
“¡Ánimo, sé digno de tu Maestro!”, termina diciendo. ¡Que se haga su santa voluntad y no la nuestra! Abandona tu futuro en sus manos, en el corazón de Jesús hecho hombre; recuerda que Él también fue alguna vez un hombre joven... el Dios de todas las épocas.”
Hasta la fecha, éstos siguen siendo buenos consejos para los jóvenes.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y en este tiempo de confirmaciones, graduaciones y ordenaciones, oremos por nuestros jóvenes, que buscan discernir el maravilloso plan que Dios tiene para sus vidas.
Que nuestra Santísima Madre los cuide y los conserve cerca de su Hijo, para que estén siempre conscientes de su amor y recorran el camino que Él ha establecido para sus vidas.