Me da mucha alegría ver que nuestra ciudad y nuestro estado empiezan a abrirse después de casi un año y medio de desempeñarse bajo las restricciones destinadas a frenar la propagación del coronavirus.
Y es hermoso ver cómo cada semana vuelven a la iglesia más y más personas. Este próximo fin de semana (19-20 de junio), tenemos la intención de abrir nuestras iglesias por completo, eliminando la mayoría de las restricciones estatales restantes.
Este es un momento providencial para que todos renovemos y profundicemos nuestro amor por la sagrada Eucaristía.
Como sabemos, La Eucaristía es el gran misterio de nuestra fe y el corazón de nuestra vida cristiana. Y después de las dolorosas experiencias del año pasado, que incluyeron el cierre de nuestras iglesias y que restringieron nuestro acceso a la Misa y a la Eucaristía, le pido a Dios que surja un nuevo despertar a aquello que el Santo Papa Juan Pablo II llamó el “asombro eucarístico”.
Cuando reflexionamos sobre ello, es verdaderamente sorprendente darnos cuenta que el Dios vivo, el creador del cielo y de la tierra, viene para establecer una relación con nosotros, con ustedes y conmigo.
Por eso él envió a Jesucristo al mundo, para mostrarnos el rostro de Dios y para hacernos ver el camino hacia el verdadero amor y felicidad.
Jesús se hizo carne en el seno de la Virgen María para entregar su carne en la cruz para darle vida al mundo y a cada persona en particular.
Ahora, él nos da su cuerpo y sangre en la sagrada Eucaristía para que ésta sea nuestro alimento, para que sea nuestra fuerza en el camino de la vida.
El amor de Dios hacia nosotros es un misterio muy grande y muy hermoso. ¿Por qué le importan a Dios miles de millones de personas, esparcidas por todo el mundo? Y Dios nos ama a todos nosotros; él quiere tener amistad con cada uno de nosotros, personalmente.
Cuando vamos a misa, deberíamos reflexionar sobre este misterio personal del amor de Dios por nosotros. Y todo lo relacionado con la Misa tiene como fin el hacernos penetrar más profundamente en el corazón de ese misterio.
En la Misa le damos gloria a Dios y le agradecemos los dones de su amor. La Misa nos pone en contacto personal con Nuestro Señor y Salvador. Escuchamos su palabra en las lecturas y tocamos su cuerpo en nuestra comunión de la Eucaristía. Y su Espíritu está presente con nosotros en nuestros hermanos y hermanas que se reúnen con nosotros en la celebración.
No hay ningún elemento de la celebración eucarística, no hay ninguna palabra que no haya sido cuidadosamente elegida. Mucho de lo que decimos y hacemos durante nuestro culto le fue transmitido a la Iglesia a lo largo de los siglos, desde los primeros tiempos. Como dice el Catecismo, es “la misa de todos los siglos”.
Y, como escribí recientemente, la fuerza de la Misa, en toda su riqueza, es transformarnos, hacernos cada día más semejantes a Jesucristo.
Cuando las ofrendas del pan y del vino son transformadas en su cuerpo y en su sangre, Jesús quiere transformarnos a nosotros a través de este sacramento. Así como él se humilló a sí mismo para compartir nuestra humanidad, en la Eucaristía él nos está llamando a tomar parte en su divinidad.
Hemos pasado por una prueba extraordinaria durante esta pandemia. Ella nos ha recordado a todos la frágil naturaleza de nuestra vida, las realidades universales de la enfermedad y de la muerte.
Pero en la Eucaristía tenemos el “antídoto” más poderoso para eso. En la Eucaristía, tenemos la promesa del amor de Dios y su promesa de que podemos estar en comunión con él por toda la eternidad.
Espero que en estos días y semanas que están por venir, todos nosotros empecemos a reflexionar más profundamente sobre nuestras vidas. Podemos concentrarnos en las ansiedades de la vida cotidiana, en todo el “ajetreo” de la vida diaria. Esto es comprensible.
Pero tenemos que recordar que nuestra vida no se dio por azar ni por casualidad. Jesús derramó su sangre por ti, por cada uno de nosotros. En la ofrenda del pan y del vino en la Eucaristía, el sacrificio de Nuestro Señor se hace presente nuevamente ante los ojos de ustedes, para que nunca olvidemos esa hermosa verdad del amor de Dios.
Al comenzar la “vida después de la pandemia”, le pido a Dios que despierte en nosotros un deseo cada vez más grande de estar en su presencia y de vivir del pan que él nos da.
Que vivamos con la misma intensidad de fe de aquellos mártires de la Iglesia primitiva, que declararon: “No nos es posible vivir sin la Eucaristía, el alimento del Señor”.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y que nuestra Santísima Madre María, en quien se hizo carne el Verbo, nos ayude a hacer de la Eucaristía y de la Santa Misa el centro de nuestra vida.