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El 4 de mayo tendré el privilegio de celebrar una Misa en la Gruta de Lourdes, Francia, en donde, según se dijo, se le apareció la Virgen María a Santa Bernardita Soubirous en 1858.

Será la primera vez que estaré en Lourdes y agradezco la invitación que la Orden de Malta me hizo para que los acompañara en su peregrinación anual. Y ahora que me estoy preparando para la Misa y para el mariano mes de mayo, me he puesto a reflexionar sobre el papel que nuestra Santísima Madre desempeña, tanto en la historia de la salvación como en nuestra vida espiritual.

Una sencilla frase que aparece en el relato evangélico de las bodas de Caná dice: “Hubo una boda… a la cual asistió la madre de Jesús”.

Para mí, esto es una gran verdad: La Madre de Jesús estuvo allí. No solo en Caná sino desde el inicio mismo de todo. La historia de la salvación se desarrolla a través de ella.

En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su santo ángel a María para anunciarle la venida de Jesús.

Ella también estuvo allí para presentarlo, recién nacido, en el Templo y, luego, nuevamente, para encontrarlo, impartiendo sus enseñanzas, en la “casa de su Padre”.

María ayudó a Jesús a crecer, a desarrollarse desde la niñez hasta llegar a ser un hombre adulto durante aquellos largos y ocultos años, transcurridos en Nazaret.

Y María estuvo presente en Caná, cuando Él dio inicio a su ministerio público. Fue ella quien le pidió que realizara su primer milagro.

Ella lo siguió entre las multitudes, cuando Él proclamaba el Reino, y la Madre de Jesús estuvo también presente, de pie ante la cruz, cuando su Hijo murió.

Finalmente, María estuvo presente en el nacimiento de la Iglesia, orando con los apóstoles para pedir la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

San Juan Pablo II dijo en una ocasión: “Donde está Ella, no puede faltar su Hijo”.

Eso fue cierto en tiempos del Evangelio y sigue siendo una verdad. María sigue siendo —en toda época, en todo lugar y en todo corazón— el rostro maternal de la misericordia del Padre.

A lo largo de la historia, algunos han afirmado ver apariciones de Nuestra Señora, y la Iglesia ha reconocido algunas de estas revelaciones privadas, tales como la de Lourdes.

Aquí en el continente americano estamos preparándonos para celebrar en 2031 el 500 aniversario de las apariciones de Nuestra Señora de Guadalupe a San Juan Diego, en el Tepeyac, ubicado cerca de la Ciudad de México.

El Catecismo nos dice que estas revelaciones privadas no añaden nada a lo que Dios nos reveló cuando envió a Jesucristo al mundo, sino que, más bien nos ayudan a vivir su Evangelio “más plenamente”, en una “cierta época de la historia”.

Cuando María viene, como lo hizo en Lourdes y en el Tepeyac, ella nos trae un mensaje de esperanza y de sanación, asegurándonos que Dios estará con nosotros hasta el final de los tiempos y que nunca nos abandonará.

En Lourdes, María eligió revelarse a una joven humilde de una familia pobre que sabía decir sus oraciones y que asistía a la iglesia, pero que no sabía leer ni escribir.

María se apareció como una mujer joven, vestida de blanco, que hacía la Señal de la Cruz, con un Rosario en la mano.

Santa Bernardita dijo que la Señora era demasiado hermosa como para poderla describir.

Cuando Bernardita le preguntó quién era, la Señora le sonrió dulcemente y le dijo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”, y luego desapareció, sonriendo todavía.

De esta sencilla manera, María nos recordó que ella es la Inmaculada, la Santa Madre de Dios, que trae un nuevo comienzo para el género humano, a través del fruto bendito de su vientre, Jesús.

Los santos nos enseñan que vamos “a Jesús por María”. Y vamos a Jesús a través de María porque Jesús vino a nosotros a través de ella.

Por medio de María, nosotros captamos esa realidad de que ella es también nuestra madre y de que nosotros somos hijos de Dios, sus hijos e hijas, amados por el Padre que nos creó y que conoce nuestro nombre.

Por medio de María sabemos que Jesús quiere nacer en todos los corazones, que Él quiere hacer nuevas todas las cosas, que quiere sanar lo que está dañado, enjugar todas las lágrimas, liberarnos del dolor y de la muerte.

María, como buena madre, nos enseña el modo de vivir como hijos de Dios. Las últimas palabras de María que aparecen en los Evangelios se encuentran en la narración de Caná, cuando ella les dice a los sirvientes: “Hagan lo que Él les diga”.

Éste es el camino: hay que seguir a Jesús, hay que conocerlo y amarlo; escucharlo y hacer de Él el modelo de nuestra vida, dedicándonos a hacer cualquier cosa que Él nos pida.

Oren por mí y yo oraré por ustedes.

Y en este mes de mayo, dedicado a María, profundicemos todos en el amor que le tenemos a nuestra Santísima Madre.

Recemos el rosario con una renovada devoción, con un nuevo amor, con nuevos deseos de penetrar en sus misterios.