El otro día me encontré con unas frases de San John Henry Newman que están tomadas de unas conferencias que impartió en 1837, pero que parece como si se las estuviera dirigiendo al mundo de hoy.
“Toda la historia del cristianismo, desde su comienzo”, dice él, “no es más que una serie de problemas y desórdenes. Todo siglo se parece a cualquier otro, y a quienes viven en él les da la impresión de que es peor que todos los tiempos que se vivieron anteriormente”.
Y añade: “La religión parece siempre estar desapareciendo, los cismas parecen imponerse, la luz de la verdad parece estarse apagando, y la cohesión de los cristianos parece estarse desmantelando. La causa de Cristo parece siempre estar viviendo su última agonía, como si su fin —que estuviera por ocurrir en cualquier momento— fuera sólo cuestión de tiempo”.
Newman destaca que los creyentes siempre tienden a desesperarse al ver el estado de la Iglesia y del mundo, se inclinan a pensar que están viviendo en el peor de los tiempos, que las fuerzas de la sociedad y la cultura son demasiado fuertes y que la fe corre peligro de desaparecer.
Y es verdad: la Iglesia de cada época se enfrenta con pruebas, escándalos y persecuciones. En cada época, hay necesidad de una renovación y de una mayor fidelidad a Cristo. Y nuestra época no es diferente.
Pero los santos saben y nosotros también lo sabemos, que la victoria ya ha sido ganada. Jesús venció el mal y a la muerte y prometió que las puertas del infierno nunca prevalecerán contra su Iglesia.
El año litúrgico de la Iglesia está ya por terminar, y en ese último domingo celebraremos la victoria de “Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo”.
Es bueno recordar esto ahora que nuestro país está concluyendo otra temporada electoral que ha sido fuente de divisiones y ha dejado a muchos con un sentimiento de amargura y de enojo.
Hace varios años, después de otra elección que causó divisiones, escribía yo que no importa quién sea el presidente, puesto que Jesucristo sigue siendo nuestro rey, y eso sigue siendo verdad.
Como católicos y como Iglesia, nosotros servimos a Jesús; sólo Él define nuestra misión. Y esa misión no cambia: nosotros estamos aquí para proclamar el Evangelio, para salvar almas y para edificar el reino de Dios.
Nuevamente, durante las campañas este año, se me hizo aún más evidente lo importante que es la misión de la Iglesia en este momento de la historia de nuestra nación.
Nuestros problemas más profundos no pueden ser resueltos por medio de la política. Detrás de nuestros debates políticos existen cuestiones espirituales, morales y existenciales.
La gente se siente insatisfecha, especialmente los jóvenes. Muchos se sienten angustiados e inseguros acerca de la dirección que está tomando el mundo.
Perciben que en nuestra manera actual de vivir hay algo que falla; que debe haber algo más allá del consumo, de la competitividad y de la búsqueda del placer.
Las personas buscan un significado, buscan algo que les proporcione un “fundamento”, desean encontrar una comunidad verdadera y relaciones que perduren. Tal vez no lo expresen así, pero buscan también una dirección moral, buscan a alguien en quien poder confiar y que les muestre cómo y para qué deberían de vivir.
La gente necesita a Jesús y a su Iglesia.
Desde el principio, Jesús les dijo a sus seguidores: “Ustedes serán mis testigos”. Y éste es el momento de dar nuestro testimonio.
Conocemos la fuerza que tiene el Evangelio; y sabemos —por experiencia propia— que Jesús puede transformar la vida de una persona.
Así que debemos ser nosotros quienes le mostremos a nuestro prójimo que la vida puede ser buena; que el amor, la alegría y la belleza son posibles si seguimos a Jesús y el camino que él ha trazado para nuestras vidas.
La gente necesita escuchar la buena nueva de que su vida es sagrada, de que tiene una dignidad y un propósito.
Nosotros no somos solamente un organismo o una máquina, como nuestra sociedad desea hacernos creer; somos hijos de Dios, creados a su imagen, con un cuerpo y un alma y con la determinación de amar. A cada uno de nosotros se le ha dado el destino de compartir la vida divina de Dios.
Ésta es la verdad que puede liberar a las personas. Y no hay palabras para describir lo que nuestra sociedad podría llegar a ser si hubiera más gente que rigiera su vida de acuerdo con esa verdad.
Hemos de ser testigos de lo que Jesús nos enseñó: de que Dios nos da la libertad, no para hacer lo que queremos, sino para hacer lo correcto; de que el carácter y la virtud son esenciales; de que es posible llevar una vida santa por medio de la disciplina moral y de la gracia de Dios.
Newman escribió: “No nos desanimemos, no nos consternemos, no nos angustiemos por los problemas que nos rodean. Siempre los ha habido y siempre los habrá; son nuestro destino”.
Y cita el salmo que dice: “Los ríos levantan su voz, levantan su fragor. Pero más que el fragor de las aguas, más grandioso que el oleaje de la mar es el Señor, grandioso en las alturas”.
Éste es el Señor a quien servimos. Y en estos momentos, él nos está repitiendo nuevamente que no hemos de preocuparnos, sino más bien creer, viviendo y compartiendo lo que creemos con alegría y con esperanza.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y pidámosle a María, nuestra Santísima Madre, que vele por nuestro país.