A fines de este mes, el Papa León XIV visitará la antigua ciudad de Nicea, conocida ahora como Iznik, en Turquía. El motivo será conmemorar el 1700 aniversario del Concilio de Nicea, una reunión de obispos que estableció la verdad sobre Jesús, legándonos el Credo que todavía recitamos en toda isa dominical. La palabra “credo”, proveniente del latín, quiere decir “creo”. Y el credo es el resumen oficial de lo que los católicos creemos.
En la Iglesia primitiva, mucho antes de que existieran copias impresas de los Evangelios, los predicadores, maestros y fieles comunes requerían de una manera de profesar y compartir sus creencias. Y los diversos credos y “reglas de fe” les proporcionaron un lenguaje común.
Este lenguaje proviene de los apóstoles, los cuales frecuentemente utilizaban resúmenes breves en sus enseñanzas. San Pablo, por ejemplo, les escribe a los Corintios: “Cristo murió por nuestros pecados, … fue sepultado … resucitó al tercer día, conforme a la Escritura”.
Actualmente, los candidatos al bautismo siguen profesando su fe por medio de esas mismas palabras. Durante la Vigilia Pascual, renuncian a Satanás y afirman cada artículo del Credo en respuesta a las preguntas del sacerdote, una práctica que se remonta a las primeras celebraciones pascuales.
Nosotros aprendemos de memoria estos artículos de fe desde la infancia. Pero como nos dice el Catecismo: “No creemos en las fórmulas, sino en las realidades que estas expresan y que la fe nos permite ‘tocar’”.
Nuestra fe no consiste meramente en aceptar un conjunto de ideas. El Credo es más bien una oración que nos conecta con una Persona divina, adentrándonos en el misterio de Jesús, que nos llama a conocerlo, a amarlo y a transformar nuestras vidas para ser como Él.
El Credo es un resumen de lo que Jesús enseñó y reveló, tanto acerca de sí mismo, como acerca de Dios, del Espíritu, de la naturaleza y del destino humanos, acerca de la Iglesia y del cielo.
Pero es más que eso; estas creencias conforman la manera en la que vemos el mundo y la comprensión que tenemos sobre las expectativas de Dios para nuestra vida; transforman, igualmente, nuestras prioridades e influyen sobre nuestras acciones; en pocas palabras, le dan solidez a nuestra esperanza.
Cuando decimos que hay un solo Dios que fue quien que creó todo lo que hay en el cielo y en la tierra, estamos confesando nuestra fe en su providencia. Creemos que Él está a cargo de su creación, que tiene nuestra vida en sus manos, que actúa en la sociedad y en los acontecimientos históricos.
Cuando decimos que este Dios es nuestro Padre, reconocemos que somos más que unas simples criaturas. Somos, verdaderamente, hijos de Dios, y los deseos que él tiene para nosotros son los deseos de un Padre; él solamente quiere lo mejor para nosotros, quiere únicamente que encontremos el amor y la felicidad.
Nosotros profesamos que el Hijo de Dios fue “engendrado, no creado, consubstancial con el Padre”. Esta palabra peculiar, “consubstancial” —homoousion, en griego— es la única palabra del Credo que no fue tomada de las Escrituras.
Los obispos de Nicea eligieron esta palabra para revelarnos una verdad esencial: que Jesús comparte la misma naturaleza que el Padre. Y como él es “verdadero Dios y verdadero hombre”, puede entrar en su creación y transformar nuestra humanidad, haciéndonos partícipes de su naturaleza divina.
Como lo explicó san Atanasio, uno de los intrépidos obispos de Nicea: “‘Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios’”.
Éste es el significado profundo de la salvación que Jesús vino a traernos desde el cielo.
Cuando decimos que él sufrió y murió ‘por nosotros’, reconocemos que nuestras vidas forman parte del plan divino; comprendemos el valor inestimable que tenemos a los ojos de Dios. El amor de Jesús se convierte entonces en la razón de todo lo que hacemos.
En el Credo afirmamos que vivimos ahora por el Espíritu Santo, que es quien nos da una vida nueva en el bautismo, nos concede el perdón de los pecados y nos hace hijos de Dios.
Caminamos ahora a la luz del Espíritu, siguiendo las huellas de Jesús, viviendo en su Iglesia católica como una sola y única familia, esperando el día en que él llevará a cumplimiento todas sus promesas, en “la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro”.
Nuestra fe católica es emocionante. Deberíamos sentirnos llenos de entusiasmo cada vez que rezamos el Credo. Formamos parte de la maravilla de la creación, somos amados por un Dios que se hizo uno de nosotros para que podamos compartir nuestra vida eternamente con Él.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y pidamos la intercesión de la Virgen María, de quien Nuestro Señor se encarnó y se hizo hombre. Que ella nos ayude a redescubrir a su Hijo en el Credo y a crecer en nuestro deseo de vivir esa buena y maravillosa vida cuya enseñanza Él nos transmitió.
