Este domingo 13 de octubre, el gran Cardenal John Henry Newman será elevado a los altares y será hecho santo en Roma.
El mundo en el que él vivió, es decir, la época de Nietzsche y de Marx, de Freud y de Darwin, es el mundo que nosotros heredamos: una era de cientificismo, de secularismo y de relativismo; un mundo en el que millones viven como si Dios no existiera, y en el que muchos más ya no están seguros siquiera de que sea posible para nosotros conocer a Dios.
Nuestro nuevo santo tiene mucho que enseñarle a la Iglesia acerca de la manera en que debemos responder a la crisis de fe de nuestros tiempos, acerca de la importancia de la fe y de la razón en nuestra evangelización y del papel esencial de la religión para nuestra vida pública.
Newman fue un erudito de las Escrituras, un historiador y un discípulo de los Padres de la Iglesia. Él escribió con profusión novelas, poemas, ensayos, oraciones y homilías, y tuvo una vida espiritual muy rica y profunda.
Siempre lo he considerado como un modelo de sacerdote y confesor humilde y santo. Sus “reglas para escribir sermones” deberían estar en el escritorio de todo sacerdote y obispo. Y él nos dio una hermosa visión de la humanidad del sacerdote que lleva el amor de Dios a su pueblo:
“Si vuestros sacerdotes fueran ángeles, hermanos míos, ellos no podrían compartir con vosotros el dolor, sintonizar con vosotros, no podrían haber tenido compasión de vosotros, sentir ternura por vosotros y ser indulgentes con vosotros, como nosotros podemos; ellos no podrían ser ni modelos ni guías, y no los habrían podido llevar del hombre viejo a la vida nueva, como quienes vienen de entre nosotros”.
Desde hace muchos años, he tomado ideas de Newman sobre nuestra vocación a la santidad y sobre sus enseñanzas acerca de que toda vida tiene un propósito en el plan de salvación de Dios.
Una de mis citas favoritas es ésta:
“Dios me ha creado para hacerle un servicio específico. Él me ha encomendado a mí un trabajo que no le ha encargado a otro. Tengo mi propia misión... De algún modo, soy necesario para sus propósitos... Tengo un papel dentro de esta gran obra. ... Soy un eslabón en una cadena, un vínculo de conexión entre personas. Él no me ha creado para la nada”.
Esta es una gran verdad que necesitamos escuchar nuevamente en nuestra época. Somos importantes para Dios y cada uno de nosotros hemos sido creados con una misión personal qué llevar a cabo en nuestras vidas.
Newman habló de “darle gloria a Dios en las actividades del mundo”. Y lo hacemos a través de nuestros esfuerzos por conocer la voluntad de Dios y por cumplirla, en nuestro trabajo y en nuestras relaciones familiares y de amistad.
Su lema de cardenal era “Cor ad cor loquitur” (“El corazón le habla al corazón”), y él nos enseña a evangelizar siendo simplemente buenos amigos de los demás, ayudándolos a conocer la amistad de Cristo. Es decir, evangelizar viviendo nuestra fe en todo lo que hacemos.
“Enséñame a poner de manifiesto tu alabanza, tu verdad, tu voluntad”, le pedía nuestro nuevo santo a Dios, en su oración. “Haz que te predique sin predicar, no con palabras, sino con mi ejemplo y con la fuerza de atracción, con el efecto de la comprensión en lo que hago, por mi parecido visible a Tus santos y con la evidente plenitud del amor que mi corazón te tiene”.
Newman nos advirtió frecuentemente acerca de la “religión del día”, es decir de ese cristianismo falso y cómodo que se adapta a las reglas y expectativas de una sociedad secular y materialista, reduciendo el Evangelio a un simple llamado para que todos seamos personas educadas y amables.
“Todo es brillante y alegre. La religión es agradable y fácil; la benevolencia es la virtud principal; la intolerancia, la intransigencia, el celo excesivo, son los pecados más notables”, dijo él, acerca de esta religión mundana.
Newman sabía que la “religión del día” nos vacía de nuestras energías evangélicas y de nuestro deseo de conversión. La verdadera fe implica siempre una lucha con los lados más oscuros de la naturaleza humana, una lucha interna por conformarnos con Cristo y un esfuerzo por convertir al mundo, por llenarlo con los valores del Evangelio, por llevar el reino de Dios, lo cual es nuestra misión.
Oren por mí esta semana y yo oraré por ustedes. Y, esta semana, oremos así con nuestro nuevo santo:
“Al orar para que Él nos haga santos, realmente santos, roguemos también para que nos dé la belleza de la santidad, que consiste en un afecto tierno y lleno de entusiasmo por nuestro Señor y Salvador”.
Y con nuestro nuevo santo, pidámosle a nuestra Santísima Madre que interceda por nosotros, para “guiarnos hacia nuestro Señor Jesús; para guiarnos a casa”.