El 25 de marzo, durante la solemnidad de la Anunciación y junto con mis hermanos obispos y sacerdotes de todo el mundo, yo me uní al Santo Padre Francisco para consagrar y encomendar al Inmaculado Corazón de María a Rusia, a Ucrania y a toda la humanidad.

Fue un momento bello y emotivo. Ante la violencia injustificada de la guerra, ante la ruina de las ciudades y la destrucción de vidas inocentes, la oración es nuestra arma más poderosa contra el mal.

Un acto de consagración no es un “pensamiento mágico” ni tampoco, simplemente una hermosa idea. Es un acto de valentía y de esperanza, una llamada a la conversión. La paz entre las naciones comienza cuando hay paz en el corazón humano. El mundo puede cambiar si nosotros cambiamos nuestro corazón, si lo moldeamos según el corazón de María y el corazón de Cristo.

Al hacer esta consagración, el Papa Francisco hizo visible la maravillosa realidad de que la raza humana, con toda la variedad de pueblos que la integran, con todas sus diversas etnias, religiones, historias, tradiciones y formas de vida, constituye una sola familia.

Como dijo San Pablo hace mucho tiempo, cuando un miembro de nuestra familia sufre, todos sufrimos. Y en nuestros sufrimientos, en nuestros momentos de prueba y tribulación, es natural que nos volvamos a nuestra madre.

Al unirme al Santo Padre en oración a Nuestra Señora, experimenté, de una manera nueva y hermosa, esa verdad de que “católico” significa universal, mundial. Me sentí renovado por la convicción de que la misión que Jesús le dio a su Iglesia sigue siendo urgente hoy en día. Es la misión de reunir a todas las naciones y a todos los pueblos en una sola familia, en la que estamos unidos, todos, en su amor.

Jesús nos promete que en su Evangelio podemos conocer a Dios como nuestro Padre y a todos los hombres y mujeres como nuestros hermanos y hermanas. Como San Francisco de Asís solía decir, María, al dar a luz a Jesús, “hizo que Dios fuera nuestro hermano”. Y en su acto final de amor, cuando Jesús colgaba de la cruz, y estaba ya cercano a la muerte, le confió a María a cada persona, al decirnos: “He ahí a tu madre”.

En el centro de su acto de consagración, el Papa Francisco hizo memoria de las palabras de Nuestra Señora de Guadalupe. Él oró diciendo: “No te cansas jamás de visitarnos e invitarnos a la conversión. En esta hora oscura, ven a socorrernos y consolarnos. Repite a cada uno de nosotros: ‘¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?’. Tú sabes cómo desatar los enredos de nuestro corazón y los nudos de nuestro tiempo. Ponemos nuestra confianza en ti. Estamos seguros de que tú, sobre todo en estos momentos de prueba, no desprecias nuestras súplicas y acudes en nuestro auxilio”.

Éste es un hermoso pasaje que evoca, no solo la aparición de Nuestra Señora en el Tepeyac, sino también la tradicional devoción a María como “desatadora de nudos” y la antigua oración que pasó a ser el Acordaos.

Los animo a leer, en oración, el texto completo del acto de consagración del Papa. Fue traducido y rezado en 36 de los idiomas del mundo, lo cual nos recuerda el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, cuando gente “de todas las naciones de la tierra” se reunió en Jerusalén y cada quien escuchó la predicación de los apóstoles “en su propia lengua materna”.

Al hacer este acto, el Papa nos recuerda una vez más que María es la Madre de la Iglesia y la madre de cada uno de nosotros.

Ella estuvo presente en la concepción y nacimiento de Nuestro Señor. Ella estuvo allí a la hora de presentarlo en el templo y de ayudarlo a crecer, transformándose de niño a hombre en aquellos años ocultos, vividos en Nazaret. Ella estuvo presente en las bodas de Caná, y fue la que le pidió a él que hiciera su primer milagro.

La madre de Jesús estuvo presente cuando su Hijo murió, manteniéndose firme, al pie de la cruz. Nuestra Señora asistió presencialmente a la hora del nacimiento de la Iglesia, orando con los apóstoles para que el Espíritu Santo descendiera en Pentecostés.

María sigue guiando a la Iglesia y orando por ella en la tierra. Y, como dijo San Juan Pablo II, “Donde ella está, su Hijo no puede dejar de estar”.

Desde los primeros siglos de la Iglesia, María continúa acercándonos a Jesús.

Y como lo reconoció el Papa Francisco en esta consagración, el mensaje de María en nuestro tiempo, como en todos los tiempos, es un mensaje de esperanza y de misericordia, así como también de la certeza de que contamos con su protección materna.

Oren por mí y yo oraré por ustedes. Y sigamos orando con todas nuestras fuerzas por el final de esta guerra y de todas las guerras.

Que sigamos unidos como una única familia, en Dios y con nuestro Santo Padre; llevándole nuestras necesidades a Jesús, a través de María nuestra madre. ¡Reina de la Paz, ruega por nosotros!