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El mundo no volverá a ver a otra persona como la hermana Jean Dolores. Dios derramó sobre ella una porción especial del Espíritu Santo, que le dio la energía, la sabiduría y la visión para ver mucho más allá que el resto de nosotros.

Tuve el privilegio de ser alumno de la hermana Jean Dolores en la escuela parroquial San Carlos Borromeo, en North Hollywood, allá por la década de 1940, cuando ella era una maestra joven, dinámica y llena de vida, alegría y sonrisas. Me dio clases en octavo grado, donde había 70 estudiantes en un solo salón, y ella era la única maestra.

Aún me asombra la manera en que nos motivaba a todos a aprender, al punto de que nunca tuvimos problemas de disciplina. Si alguien susurraba, ella aparecía junto a tu escritorio con esa mirada —y no volvías a hablar fuera de turno.

En aquellos años existía una estrecha relación entre las hermanas y los padres de familia. Si cometías un error grave, alguna de las hermanas llamaba a tus padres, quienes te esperaban al volver de la escuela. Ese era su método de “doble golpe” para enseñarte a respetar las reglas.

La hermana Jean Dolores fue la gracia que me animó a entrar al seminario y estudiar para convertirme en sacerdote. Su espíritu especial de Jesucristo nos inspiró a todos a salir al mundo y usar nuestros talentos para el bien de Dios y del prójimo.

Después de ser trasladada a otra parroquia, nunca perdió el contacto con nosotros. Solía regresar con frecuencia a los aniversarios de nuestra graduación.

Cuando fui ordenado obispo en 1975, ella viajó a Fresno para acompañarme. Le dije que la única razón por la que eso estaba ocurriendo era gracias a su vida inspiradora y su entusiasmo por llevar a Dios a todos.

Cuando regresó a la Universidad Loyola de Chicago, encontró su lugar con el equipo de baloncesto. Al principio, se propuso ayudar a los jugadores a destacar en sus estudios y a mantener la mirada fija en su futuro, más allá del deporte.

Rápidamente aprendió todo lo que pudo sobre el baloncesto, sin dudar en observar a los equipos rivales, y pronto se convirtió en capellana y entrenadora. Estaba convencida de que la disciplina y la sabiduría del juego podían servir como modelo para la vida futura de los jugadores.

Una de mis frases favoritas de la hermana Jean Dolores era:
“No dejen que nadie los detenga. Ustedes son los futuros líderes de nuestras iglesias, nuestras escuelas, nuestro país y nuestro mundo.”

Aunque ya ha partido al Reino de Dios, su espíritu y su legado están firmemente arraigados en la identidad de Loyola-Chicago y en cada persona que fue profundamente tocada por ella.

¡Que nuestro Dios amoroso la reciba con luz, paz y alegría eternas!

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Cardenal Roger M. Mahony