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En julio descubrí cuán atrasado puedo estar en la historia de la Iglesia y los acontecimientos actuales. Fue noticia para mí enterarme de que se celebró una Misa católica dentro de los venerados muros de la catedral de Canterbury. Sí sabía que la catedral ha estado en el corazón de la Reforma en Gran Bretaña durante 500 años, y que incluso hoy sigue siendo la sede del principal prelado de la Iglesia de Inglaterra.

También sé que su importancia se remonta mucho más atrás en el tiempo. Admito que la mayor parte de mis conocimientos sobre la política eclesiástica medieval proviene de haber visto varias veces la película “Becket”, protagonizada por Peter O’Toole y Richard Burton. Puede que eso no me califique para una plaza titular en el departamento de historia de Cambridge, pero sí me impulsó a profundizar en la agitación religiosa provocada siglos después por el rey Enrique VIII. En ambos períodos se erigía la catedral de Canterbury.

Desde entonces he aprendido más sobre este espacio sagrado, entre otras cosas que esta no fue la primera Misa católica allí desde los Tudor. Eso ocurrió en 1980. Lo que hace tan especial a esta ocasión es que por primera vez desde Enrique VIII, la Misa fue celebrada nada menos que por el nuncio apostólico en el Reino Unido, el arzobispo Miguel Maury Buendía. El sonido que quizá oiga es el de Enrique Tudor dando vueltas en su tumba. Ahora, cada 7 de julio, se celebra Misa en Canterbury en recuerdo de san Tomás Becket.

Esta historia me hizo pensar mucho en aquellos católicos de Inglaterra durante la era Tudor. Ya fueran plebeyos o nobles, presenciar a su rey —una vez honrado por el Papa por su defensa de la fe en los inicios de la Reforma— volverse contra la Iglesia, rechazar la misma fe que antes defendía con tanto ardor y fundar su propia iglesia debió de sentirse como el fin del mundo.

Esto fue seguido rápidamente por la supresión de la Iglesia y la severa persecución de parte de la hija de Enrique, la reina Isabel. Los sacerdotes fueron martirizados, los monasterios saqueados, y para muchos fieles católicos, en realidad fue el fin de su mundo. Y para todos los que sobrevivieron a la persecución, lo que quedó fue a lo sumo un terrible y absoluto sentido de derrota. Sin embargo, en medio de todo, allí seguía la catedral de Canterbury.

Hoy nos molestamos porque una Misa no se celebra exactamente como quisiéramos. Los católicos fieles en Inglaterra hace 500 años perdieron la posibilidad de asistir a Misa, salvo en secreto, y perdieron todo acceso a sus queridas iglesias como la catedral de Canterbury.

Debió de sentirse como un abandono total y una derrota, con muchos obispos y sacerdotes optando por subir al tren del bando ganador y darle la espalda a Roma. La Iglesia pudo haber sido reducida a cenizas, pero las brasas no se apagaron. Lentamente, en el tiempo de Dios, no en el nuestro, esas brasas fueron avivadas, y el fuego nunca se extinguió.

Puedo imaginar fácilmente a santos como Tomás Becket y el gran mártir inglés Edmundo Campion sonriendo desde el cielo al ver hoy que el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Jesús se distribuyen dentro de los muros de una catedral cuyos orígenes se remontan a san Agustín.

Sin haber alcanzado ese nivel de santidad como los tres caballeros antes mencionados, la tentación para mí es regodearme… aunque sea un poco, pero eso es solo mi parte irlandesa.

Se puede ver claramente que las Misas que ahora se celebran de forma anual en la catedral de Canterbury tienen más que ver con el declive de la Iglesia de Inglaterra que con el resurgimiento de la Iglesia católica. Hay abundante evidencia que señala la decadencia de la Iglesia de Inglaterra y todos los demás efectos negativos de esa caída.

Numerosas encuestas indican que la proporción de personas sin creencias religiosas aumenta de manera constante.

Pero basta un breve viaje a través del mar de Irlanda para encontrar una historia similar, solo que esta vez el problema somos nosotros. Un artículo de 2024 en la revista America, publicada por los jesuitas, reveló que el 27% de los católicos irlandeses asiste a Misa semanalmente. Eso es alto para los estándares europeos, pero no cuando se considera que esa cifra era del 91% en 1975.

Esa es una estadística triste en sí misma y transmite más abandono y derrota. Justo el tipo de desesperanza a la que Dios responde. Y podemos estar seguros de que Dios lo nota, y de que se encargará de las cosas, tal como parece estar haciéndolo en la catedral de Canterbury.

Queremos respuestas ahora. Dios, que no es prisionero del tiempo ni del espacio, lo hará cuando le corresponda. Así que descansemos tranquilos. Dios encontrará la manera de arreglar las cosas, incluso si le toma 500 años.

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Robert Brennan