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Léon Morin, Priest es una premiada película francesa en blanco y negro de 1961, escrita y dirigida por Jean-Pierre Melville.

También es, en cierto modo, la antítesis de Fleabag —la exitosa serie televisiva de hace algunos años en la que un sacerdote y una libertina empedernida terminan, como era de esperarse, en la cama.

Jean-Pierre Melville, nacido Jean-Pierre Grumbach, adoptó su nuevo apellido como homenaje a su héroe literario, el autor de Moby Dick, luego de haber participado en la Resistencia Francesa. De carácter reservado y notoriamente huraño, usaba gafas oscuras no solo en público o durante entrevistas, sino incluso estando solo, escribiendo en su habitación.

Considerado padrino de la Nouvelle Vague francesa, Melville es mejor conocido por películas bélicas como Le Silence de la Mer (1949) y L’armée des ombres (1969), y por dramas criminales de estética impecable como Bob le Flambeur (1956), Le Samouraï (1967) y Le Cercle Rouge (1970). A primera vista, parecería un candidato poco probable para dirigir una película sobre un hombre de Dios.

Pero como observó alguna vez Volker Schlöndorff, quien trabajó como su asistente a inicios de los años 60:

“Sus protagonistas —ya sean resistentes, gánsteres o sacerdotes— son hombres solitarios, 'sin mujeres'. Impulsados por el deber, avanzan inexorablemente hacia su destino, que muchas veces es la muerte.”

Melville había querido adaptar Léon Morin, basada en la novela Le mauvais penchant (traducida como The Passionate Heart) de Béatrice Beck, durante ocho años. Descubrió a Jean-Paul Belmondo, el apuesto símbolo sexual de los años 60, en el aeropuerto de Orly y supo de inmediato que tenía el rostro del sacerdote que había estado buscando.

La historia transcurre durante la Segunda Guerra Mundial, en la Francia ocupada por los nazis. Belmondo interpreta al padre Léon Morin, sacerdote de un pequeño pueblo alpino. Emmanuelle Riva encarna a Barny, una militante comunista atea, madre de una niña pequeña y viuda de un judío fallecido en la guerra.

Un día, en un gesto impulsivo de desafío, Barny entra al confesionario de la iglesia local. Pero Morin se toma en serio sus burlas anticatólicas y entabla con ella un diálogo profundo. Ambos —jóvenes y atractivos— inician una relación dentro y fuera del confesionario, cargada de emociones de diversas naturalezas.

La pasión aquí no se sublima. Gracias en gran parte a la fortaleza moral del sacerdote, se ofrece como sacrificio, con todo el sufrimiento que ello implica.

Roger Ebert apunta: “Léon Morin, Priest es una película constantemente intrigante, porque Melville juega de forma muy inteligente con nuestras expectativas.”

Aunque altruista, Morin no es perfecto. De origen campesino, puede ser rudo hasta la grosería y tiene mal genio. Invita a Barny a su austero apartamento y le presta libros sobre teología y oración. Poco a poco, su mente se va abriendo, pero él a menudo es tan brusco que uno se pregunta por qué ella no se aleja o se defiende. Barny le confiesa sus fantasías sexuales con la esperanza de escandalizarlo o tentarlo —o ambas cosas—, pero él permanece imperturbable.

Ella embiste; él esquiva, sin ofrecer respuestas fáciles ni pías frases hechas. “No comulgo seguido”, le dice ella en un momento. “No me da alegría.”

“¿Crees que me da alegría a mí?”, responde Morin. “Pides demasiado de la Comunión.”

Un intercambio típico entre ambos:

—¿Te doy la impresión de ser simple? —pregunta Barny.
—No me das ninguna impresión.
—¿Qué piensas de mí?
—Nada.
—Cuando me paro frente a ti así, ¿qué efecto tengo en ti?
—El efecto de un embrión. Es mentirse a uno mismo.
—¿Mentirse? ¿Por qué?
—Por asumir más importancia de la que tienes.

Entonces suena la campana del Ángelus y él comienza a rezar: “El ángel del Señor anunció a María…”

Morin resiste con firmeza sus insinuaciones. En una escena, Barny le pregunta si, de no ser sacerdote, se casaría con ella. Él reacciona con furia y se va. Al mismo tiempo, es evidente que ella lo intriga tanto como él a ella, y en una ocasión parece rozar intencionalmente su pecho con la sobrepelliz al pasar por su banca en la iglesia.

Ella arde de deseo por él, pero también anhela una figura paterna para su hija. Una noche, Morin va a su apartamento y arropa a la niña, rezando junto a su cama. “Quería llevarlo a mi habitación”, piensa Barny con ironía, “pero no me refería a esto.”

Mientras tanto, su fe va creciendo. Esta mujer antes cínica, cansada del mundo y enamorada de su jefa, se abre, se ablanda, se cuestiona y empieza a dirigir su voluntad, inteligencia y disciplina hacia algo nuevo.

Eventualmente, Morin es asignado a una parroquia más lejana, un destino solitario y sin desafíos intelectuales. Obedece sin quejarse.

Barny lo visita mientras él empaca sus libros.

—¿No tienes ninguna pregunta para mí esta última noche? —le dice él.
—Las tendré toda la vida, así que mejor me callo.
—Nos volveremos a ver —la consuela.
—Eso es solo una frase —responde ella entre lágrimas.
—Nos volveremos a ver —repite él suavemente al despedirse—. En otro mundo.

Sobre el personaje, Belmondo dijo: “Encontré cosas dentro de mí que no sabía que tenía... Abrió un nuevo camino para mí.”

En cuanto a Melville, este cineasta judío y ateo comprendía muy bien los peligros de la fe.

“Siempre hay un precipicio que uno debe cruzar solo”, le dice Morin a Barny. “Si hubiera pruebas, todos creerían.”