Han pasado casi tres años desde que la Corte Suprema de EE.UU. anuló Roe vs. Wade. Para muchos católicos y estadounidenses de buena conciencia, fue motivo de alegría. Después de décadas de aborto legalizado a nivel nacional —prácticamente durante las 40 semanas del embarazo y por cualquier motivo—, los niños por nacer podían nuevamente ser protegidos de su eliminación.
Quizás celebramos demasiado pronto.
Aunque hoy 19 estados cuentan con leyes que protegen significativamente al no nacido, el número total de abortos en EE.UU. ha aumentado ligeramente. Una de las razones más importantes es el aumento sustancial de los abortos químicos autogestionados, que ya representan más del 60% del total. Estos medicamentos de bajo costo se obtienen —con poca o ninguna supervisión médica— a través de envíos postales, incluso en estados donde su distribución está prohibida.
Este dato es alarmante, no solo por la cantidad de vidas perdidas, sino también por el grave riesgo que corren las madres. Es probable que muchas mujeres crean la mentira que Planned Parenthood promueve en su sitio web: que la píldora abortiva más común, la mifepristona, es “más segura que otros medicamentos como la penicilina, el Tylenol o el Viagra”. Tristemente, han sido engañadas.
Un nuevo informe del Ethics and Public Policy Center (EPPC), titulado La píldora abortiva daña a las mujeres, revela una verdad preocupante. Utilizando datos de más de 800,000 abortos químicos realizados en EE.UU. desde 2017, los investigadores encontraron que más del 10% de las mujeres sufrió efectos secundarios adversos como infecciones, hemorragias y sepsis que requirieron atención de urgencia. En muchos casos fue necesaria una cirugía posterior para completar el aborto. Algunas mujeres incluso perdieron la vida. No es en absoluto comparable con tomar un Tylenol.
La mejor prevención para el dolor y el sufrimiento de las mujeres sería una cultura que valore la vida humana inocente —una cultura en la que este tipo de procedimientos sean impensables—. Todos estamos trabajando por ello: en casa, con los amigos y, a veces, incluso en oración silenciosa frente a las clínicas de aborto. Mientras tanto, la salud de las mujeres y las niñas podría protegerse mejor si la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) restableciera los protocolos de seguridad en torno a la mifepristona que fueron eliminados durante la administración Biden.
Cuando la FDA aprobó la mifepristona en el año 2000, estableció numerosos requisitos para su dispensación, en aras de la seguridad materna. El más importante: que la píldora fuera administrada en persona por un médico que hubiera examinado físicamente a la paciente, descartado un embarazo ectópico y determinado con precisión la edad gestacional del embrión (lo que a menudo requiere una ecografía). Otros requisitos incluían una consulta de seguimiento para asegurarse de que no hubiera complicaciones y la disponibilidad de atención médica de emergencia.
Sin embargo, en 2022, bajo presión política, la FDA eliminó el requisito de administración presencial. Ahora no solo los médicos, sino también enfermeros y asistentes médicos pueden recetar la píldora sin haber examinado nunca a la paciente. Esto abrió la puerta a la telemedicina y al aborto por correo: basta con llenar un formulario en línea. En esencia, la mujer o adolescente es responsable de autogestionar su aborto de principio a fin: determinar la edad gestacional, descartar un embarazo ectópico y verificar que no haya contraindicaciones que puedan poner en peligro su vida. Si sufre efectos adversos graves, deberá decidir por sí misma cuándo acudir a urgencias y a qué hospital.
Los peligros de este enfoque desregulado son evidentes. El informe del EPPC pone cifras concretas a esta negligencia de la FDA, que aprovechó la pandemia de COVID-19 como excusa para relajar los controles de un fármaco peligroso. Para los defensores del aborto, ampliar el “acceso” siempre es la prioridad, sin considerar la seguridad de las madres ni la vida de los hijos.
Es urgente que la FDA revise nuevamente estas normativas. Una tasa de complicaciones del 10%, con más de 650,000 procedimientos al año y en aumento, garantiza un flujo constante de mujeres y niñas heridas y asustadas en las salas de urgencias. Allí podrán recibir atención compasiva para sus hemorragias e infecciones. Pero el daño mayor —la pérdida de un hijo o hija, y el remordimiento que las acompañará toda la vida— solo podrá ser sanado por Dios.