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El escritor danés Hans Christian Andersen (1805-1875) es amado en todo el mundo por clásicos infantiles como El patito feo, La sirenita y El traje nuevo del emperador.

Mi gusto por el melodrama comenzó temprano, y las historias de Andersen atravesaron mi joven corazón.

Durante los inviernos en New Hampshire, por ejemplo, me identificaba profundamente con la heroína de La pequeña vendedora de fósforos, imaginando entre lágrimas que yo también, una víspera de Año Nuevo, moriría de hambre y frío en una esquina, con los labios azules por el frío, para luego ser llevada al cielo.

De adulta, supe que cuando Andersen murió, llevaba consigo, en un pequeño estuche de cuero colgado al cuello, una carta de Riborg Voigt, la primera mujer que amó (naturalmente, sin ser correspondido). Ahí fue cuando supe que Hans y yo éramos verdaderos almas gemelas.

Entonces, ¿qué formó su naturaleza tan delicada? Abundan las biografías. Mi favorita es The Wild Swan: The Life and Times of Hans Christian Andersen (El cisne salvaje: La vida y época de Hans Christian Andersen), de Monica Stirling (Collins, $40.27), publicada en 1965.

Stirling no analiza en profundidad sus cuentos. Más bien, traza su infancia, sus dificultades de toda la vida, el desarrollo de su psique hipersensible y su personalidad encantadora aunque algo exagerada, su amor por los viajes, su anhelo de hogar y su compulsiva incapacidad para asentarse en un solo lugar.

Dotado de un talento extraordinario, desde el principio Andersen también fue un neurótico de primera categoría. Su infancia estuvo marcada por la pobreza y la vergüenza. Desgarbado, torpe y dolorosamente tímido, creía sin embargo firmemente en su talento y, desde muy joven, se mostró en público siempre que pudo.

Su estado de ánimo oscilaba entre la euforia más intensa y la desesperación más profunda, dependiendo de la aprobación y el cariño de quienes lo rodeaban.

Un episodio de sus años de estudiante marca el tono:

"Cayó en la miseria hasta que, después de clase, una compañera llamada señorita Tønder-Lund le regaló una rosa, momento en que se sintió tan seguro de estar rodeado de amigos como minutos antes se había sentido presa de enemigos. El diario que llevó intermitentemente la mayor parte de su vida muestra que lo que serían simples trivialidades para una persona con un sistema nervioso promedio —si es que tal cosa existe— eran para él verdaderos rayos y centellas, lo que resultaba en una constante oscilación entre la alegría y la angustia, casi sin etapas intermedias."

Las biografías contemporáneas suelen centrarse en su supuesta homosexualidad. Stirling aborda el tema con delicadeza y mesura, señalando únicamente que parecía estar constitucionalmente incapacitado para un amor romántico duradero de cualquier tipo.

"La clase de ayuda que Andersen necesitaba no existía… De niño, una justificada sensación de inseguridad le generó sentimientos concomitantes de insuficiencia, indignidad y culpa; como hombre, la falta de lazos familiares y de un amor correspondido que le permitiera formar su propia familia lo hicieron totalmente dependiente de sus amigos para su sustento emocional. Por eso sentía constantemente una necesidad urgente y aterradora de agradar, tanto en su vida privada como profesional. De ahí su hambre de fama."

Al mismo tiempo, idealizaba a las mujeres y tenía una "nativa exquisitez", por lo que cuando una mujer se sentía atraída por él, se retraía. En una ocasión, una joven belleza le declaró su amor; él se horrorizó tanto que, al enterarse de que ella padecía trastornos mentales, sintió un profundo alivio.

Aun así, Andersen había heredado cierta fortaleza de su madre, una mujer trabajadora y sensata, y contaba además con un fino y autocrítico sentido del humor. Esos dos rasgos le permitieron mantener suficiente equilibrio emocional para funcionar, aceptar finalmente su celibato y enfocar su considerable energía en su obra, en sus amigos y en el reconocimiento que había buscado desde que dejó su hogar a los 14 años.

Pasó la mayor parte de su vida adulta en hoteles, alojamientos alquilados o en las casas palaciegas de amigos leales, muchos de los cuales le tenían preparado un conjunto de habitaciones especiales, listas para recibirlo en cualquier momento, y donde era bienvenido todo el tiempo que quisiera quedarse.

La ironía es que Andersen, a pesar de su inmenso amor por los niños, nunca se casó. En cierto modo, pareció conservar siempre un espíritu infantil.

Todo niño responde de manera instintiva al sacrificio vital de La sirenita, que entrega su vida por el príncipe humano que ama (mientras que el príncipe, ajeno, se casa con otra).

Todo niño disfruta enormemente al desenmascarar al impostor, como hace el pequeño en El traje nuevo del emperador.

Todo niño sabe que posee algo brillante en su interior, aunque sea invisible para el mundo, de ahí que uno de los cuentos más queridos de Andersen sea El patito feo.

Como se relata en Bartlett’s Book of Anecdotes: “Hacia el final de su vida, la salud de Andersen decayó rápidamente; primero desarrolló bronquitis crónica, luego un cáncer de hígado más grave y finalmente fatal. Incapaz de cuidarse solo, se trasladó a la casa de unos amigos cerca de Copenhague, desde donde podía ver el mar. Una mañana, terminó tranquilamente su té y fue hallado minutos después en su cama, muerto. En sus manos tenía una carta de despedida escrita 45 años antes por la única mujer que había amado.”

O como observa el escritor británico Philip Pullman: “El ‘no harás esto’ se olvida pronto, pero ‘había una vez’ dura para siempre.”

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Heather King