Después de los videos de personas rayando autos eléctricos con sus llaves, las imágenes más populares en redes sociales parecen ser las de “predicadores callejeros”, ya sea parados en los espacios comunes de alguna universidad o en la esquina de una calle. Los de la calle casi siempre aparecen de noche, y en barrios difíciles.
Ninguno de los predicadores parece ser católico. Tengo sentimientos encontrados al respecto. La parte racional (o menos valiente) de mí piensa que estos predicadores están locos por exponerse de esa manera, y aún no he visto un solo video en el que la persona a quien predican caiga de rodillas pidiendo perdón a Dios por sus pecados. El teatro callejero rápido, para una audiencia con poca capacidad de atención, suele terminar con el predicador siendo insultado, burlado o, en algunos casos, agredido físicamente.
Pero en un nivel espiritual, siento cierta envidia por estos valientes proclamadores del Evangelio.
Es cierto que su versión del Evangelio quizá no se alinee completamente con la comprensión plena y la verdad que reside en la Santa Madre Iglesia. Pero tienen el valor de sus convicciones. Han tomado la orden —no el consejo— de Jesús mismo y han decidido predicar a todas las naciones, lo cual incluye a ese grupo de estudiantes universitarios en su hora de almuerzo, o a un par de tipos (y tipas) que acaban de salir tambaleándose de un bar a las dos de la mañana.
La versión universitaria de esto usualmente involucra a jóvenes demasiado confiados en su incredulidad que intentan “atrapar” al predicador con alguna supuesta contradicción bíblica que escucharon en su clase introductoria de Religión Comparada. Pero hay otro tipo de adversarios que muchas veces parecen simplemente demoníacos: personas que se deleitan al decirle al predicador que no necesitan a Jesús ni desean conocerlo. Algunos incluso le dicen, con orgullo, que esperan ir al infierno. Esas afirmaciones suelen ser seguidas de vítores ebrios por parte de los amigos que los acompañan.
Es sorprendente que no he visto a ningún predicador responder con violencia ante los insultos o amenazas físicas de algunas de las ovejas más perdidas que se les cruzan. Tampoco los he visto huir cuando un tipo que parece haber sido expulsado de los Hell’s Angels por ser demasiado agresivo se les enfrenta con los ojos desorbitados y el cuerpo listo para golpear.
Yo no tengo esa valentía, ni sé si los predicadores callejeros logran algún cambio real. Pero la cantidad de abusos verbales que reciben y el hecho de que se lancen voluntariamente a distintos tipos de “fosas de leones” es algo digno de respeto.
¿Existen otras maneras de predicar el Evangelio? Sin duda. San Damián de Molokai predicó viviendo entre los leprosos, comiendo con ellos, celebrando la Misa para ellos y luchando por su dignidad. Santa Teresa de Calcuta predicó levantando a los enfermos más desahuciados para cuidarlos, o recogiendo muertos de la calle para darles un entierro digno.
Todos tenemos la oportunidad de predicar en el trabajo, en casa o donde sea que la vida nos lleve en cualquier día. El problema es que muchas veces somos demasiado tímidos.
No tenemos que desafiar a un borracho saliendo de “Monahan’s Fine Food and Spirits” un sábado por la noche (o por la mañana), ni recibir los dardos verbales de un estudiante universitario que acaba de descubrir a Sam Harris o Richard Dawkins. Eso probablemente no dará mucho fruto.
Pero quizá, años después, cuando ese borracho esté sobrio y sea padre de familia, o cuando ese universitario reconozca que los mayores en realidad eran más sabios de lo que pensaba, se encuentren con uno de esos católicos tímidos en el trabajo. O quizá en las gradas del partido de béisbol infantil de sus hijos. Y quizá allí, si tenemos el coraje, vean la Palabra de Dios en acción y sus oídos se abran.
Y quién sabe, quizá si los tímidos mostramos aunque sea un poco del Evangelio con nuestras palabras y acciones, aquellos que alguna vez se burlaron o incluso amenazaron a esos “locos” predicadores callejeros recuerden el momento en que un hombre en la esquina les dijo cuánto los amaba Jesús mientras salían tambaleando de un bar o de un salón de clases; y esa semilla de mostaza plantada entonces podría, finalmente, germinar.