La temporada penitencial de la Cuaresma está por terminar, y la Pascua nos llama con impaciencia, prometiendo un bienvenido respiro de nuestras privaciones e invitándonos a disfrutar del resplandor dorado de la Resurrección.
¿Y cómo no vamos a sentir la tentación de apresurarnos más allá del Gólgota, con los ojos fijos en el suelo? ¿Quién quiere mirar al desdichado abandonado que cuelga allí, desnudo y cubierto de sangre, con los miembros temblorosos y los ojos desorbitados, mientras exhala su último suspiro con agonía? Corremos el riesgo de encontrarnos con su mirada dolorosa, que incluso en su desesperación permanece fija con esperanza en tu rostro y en el mío, mientras pasamos de largo. No puede llamar nuestros nombres, porque ha gastado su último aliento entregando el amor inagotable de su madre a Juan, y en él, a toda la humanidad. No nos atrevemos a mirar. Tememos que se nos rompa el corazón.
Pasamos corriendo junto a la cruz, empujados por una cultura moderna que rechaza la cruz como un insulto a nuestra mentalidad terapéutica, en la que el objetivo de cada día es maximizar los sentimientos de bienestar. En la cruz no hay bienestar —es un lugar de incomodidad total, de sacrificio doloroso y abandono hasta el vacío. La cruz es la negación del ego y de sus exigencias como centro del universo personal. Se alza allí, en el Calvario, y en cada campanario de iglesia, como una dura advertencia contra el egoísmo y la autocomplacencia que engrasan los engranajes de la codicia, la discordia y la degradación mutua, motores cuyo destino no es otro que el infierno.
La cruz es también el lugar de la obediencia, una virtud hoy más impopular que nunca. Nos han condicionado a pensar que obedecer es una pérdida de autonomía, una entrega de nuestra libertad a manos ajenas. Nada más lejos de la verdad. La obediencia es la máxima expresión de libertad, pues al alinear nuestra voluntad con la de Dios, somos liberados de las cadenas del egocentrismo y la vanidad.
Detente y mira al siervo obediente, no te apresures. Míralo y recuerda que estamos llamados a ser ipse Christus —Cristo mismo. Considera que la obediencia fue el camino que Cristo eligió para su acto glorioso de redención. Gritando de angustia en el huerto, al permitir que todos los pecados de la humanidad lo invadieran con su hedor y podredumbre, pidió a Dios que apartara de él ese cáliz terrible. Y aun así: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”. Ver a Jesús allí, obediente hasta el final, es una reprensión para ti y para mí, que no reconocemos nuestros pequeños actos de obediencia por lo que realmente son —santificadores y heroicos— y preferimos rebelarnos.
Detente un poco más antes de ir hacia la Pascua. Podríamos perder demasiado si nos apresuramos a abandonar esa escena dolorosa. Podríamos no comprender la enormidad de nuestros pecados personales, aquellos que Cristo está expiando y reparando en esa cruz atroz. Ha subido allí, aplastado por la desesperación, para ocupar mi lugar y el tuyo.
Sí, es terrible pensar en el peso de mis faltas, y las tuyas, añadido al enorme fardo de pecado y muerte que lo aplasta hasta el polvo. Pero si no meditamos esto en nuestro camino hacia la Pascua, no podremos comprender la inmensidad de la misericordia de Dios, y nuestra alegría no será completa cuando por fin la piedra sea removida y encontremos la tumba vacía.
Porque cuando nos inclinemos y miremos hacia la oscuridad fresca del sepulcro, será nuestra experiencia del amor inefable de Dios —que ni siquiera la muerte pudo apagar— lo que nos transformará. Aprenderemos de él la ternura y la misericordia, y exclamaremos con San Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a nuestros hermanos” (1 Jn 3,14). Sí, incluso pecadores como tú y yo aprenderemos a amar la voluntad de Dios, a perdonar las peores injusticias y a sufrir con paz.
Así que detente un momento al pie del Gólgota, y deja que tu mirada repose en Cristo, jadeante y sudoroso en la cruz. Porque el querido y verde renacer de la primavera no significa nada si no ha sido precedido por el largo y gris letargo del invierno. Y el triunfo de la Resurrección no significa nada sin la agonía del crucificado y esos tres largos días en que Dios yació frío y muerto.