En un sorprendente giro, el final de la serie de la precuela de ‘Breaking Bad’ predica una justicia superior.
En aquel clásico de 2001 sobre el tema de la corte —“Legally Blonde”— un profesor de derecho le pregunta a su clase si ellos preferirían tener un cliente que hubiera cometido un delito “malum in se” o “malum prohibitum”. Es decir, ¿preferirían defender a alguien que hubiera cometido un crimen reconocido por la sociedad como inherentemente inmoral, o un crimen que simplemente estuviera mal por estar prohibido?
Reese Witherspoon, cual rubia ingenua, insiste en que ella quisiera un cliente que fuera inocente de cualquier delito. La clase se ríe, pero la sabiduría viene de la boca de los niños. El hecho de que exista tal distinción implica que la ley no es un árbitro imparcial de la moralidad y, si ha renunciado a ese papel, ¿cuál es su propósito exactamente?
“Better Call Saul” de AMC, concluyó recientemente su sexta y última temporada explorando esta discrepancia. La serie que sirve de precuela a “Breaking Bad” sigue la vida Saul Goodman, un alias de Jimmy McGill. Jimmy es un ex estafador convertido en abogado que quiere mantenerse en el buen camino, pero cuya propensión a tomar atajos a menudo lo lleva a contraponerse a la ley.
Aunque a menudo histérica, la lucha de Jimmy es una tragedia, porque la audiencia sabe que un día él actuará como consejero legal de un imperio de las drogas en “Breaking Bad” y que, finalmente, se ocultará de la ley bajo un nombre falso cuando ese imperio se desmorone. Al igual que en “Breaking Bad”, su recorrido muestra cómo incluso un hombre bueno puede irse volviendo, progresivamente, malvado. Pero aun si ambos programas comparten una trama similar (y también gran parte del mismo personal de redacción), los dos programas sacan conclusiones muy diferentes acerca de la moralidad y la redención.
Vince Gilligan, el creador de “Breaking Bad” y co-creador de “Better Call Saul”, trató de describir una vez su concepto religioso del mundo en una entrevista con The New York Times. Gilligan, que admite ser un católico no practicante, se aferra, sin embargo, a algo así como un código moral. O como él dijo, “Quiero creer que hay un cielo. Pero no puedo evitar creer que hay un infierno”.
De hecho, sus dos programas siguen una estricta justicia kármica, en la cual la virtud no es recompensada pero el pecado es, paciente, pero inevitablemente castigado. Walter White no llega a un final feliz, pero al menos se asegura de que sus enemigos tampoco lo tengan. “Better Call Saul” también tiene una moralidad tan firme, que con frecuencia contrasta con el sistema legal supuestamente inquebrantable.
Jimmy explota frecuentemente las lagunas existentes y se involucra en un comportamiento legalmente gris, pero lo hace generalmente al buscar una justicia real para sus clientes. Sus compañeros abogados menosprecian tal conducta, pero al mismo tiempo se involucran en un comportamiento dudoso, pero sancionado. Algunos han argumentado que el programa cree en la santidad de la ley, pero si la ley es sagrada, entonces sus sacerdotes son los corruptos. La justicia debe ser aplicada, y no espera a ser administrada a través de los canales adecuados.
Uno de los asociados de Jimmy, Mike Ehrmantraut, el ex policía convertido en ejecutor/asesino/solucionador de problemas generales, lo expresa de este modo: “He conocido buenos criminales y malos policías, malos sacerdotes y ladrones honorables. Puedes estar de un lado de la ley o del otro, pero si haces un trato con alguien, tienes que cumplir tu palabra”.
“Better Call Saul” fue filmada en los altos desiertos de Albuquerque (por motivos fiscales), y la desolada aridez de éstos le sirve de escenario perfecto. El mundo de Saul Goodman es esencialmente el del viejo oeste, en el cual la única moneda verdadera es la propia integridad personal, y la única justicia que uno puede lograr es la que busca uno mismo.
Sin embargo, aunque “Breaking Bad” se concentra en la retribución, “Better Call Saul” tiene ideas más nobles en mente. Es algo así como el Antiguo y el Nuevo Testamento. El primer programa se ajusta con firmeza a las reglas y a su estructuración, en tanto que el segundo aborda tímidamente la posibilidad de la redención (destape de pistas más adelante).
El tan esperado episodio final de “Saul”, que salió al aire el 15 de agosto, comienza con el juicio de Saul, que es finalmente atrapado por la policía cuando —bajo un nombre falso— está cometiendo nuevos delitos en Omaha. Pero el final presenta recuerdos de épocas anteriores, cuando Jimmy le preguntaba a sus colegas acerca de los viajes en el tiempo y sobre qué sería lo que cambiarían si tuvieran la oportunidad de hacerlo. Las respuestas varían, pero la mayoría llegan a la conclusión de que tal especulación es una pérdida de tiempo y que ningún pecado que se haya cometido puede nunca deshacerse.
Al principio parece que Saúl ha interiorizado esa lección. Él logra negociar su cadena perpetua hasta limitarla a siete años, pasados en una cómoda prisión (lo cual es una de las críticas implícitas que el programa hace de la ley, por pensar que tiene el poder de mitigar tal pecado). Pero para sorpresa de la corte e inclusive de su ex esposa, ahí presente, Jimmy rechaza esa declaración y confiesa, en cambio, todos sus crímenes, llevados a cabo en sus tres diferentes identidades.
La más triste y catártica de estas confesiones es su admisión de que él consiguió que le revocaran a su hermano Chuck el seguro por negligencia médica, orillándolo así a pasar fuera del ámbito de la ley y luego al suicidio. El abogado de Jimmy, ya de por sí horrorizado por el desmoronamiento de su caso, dice, con desprecio: “¡Eso ni siquiera fue un delito!”.
“Sí que lo fue”, responde Jimmy, despreocupadamente. Esto no es una mera admisión de culpabilidad; es una confesión. Sus asociados estaban en lo correcto respecto a que nunca puede modificarse el pasado, pero lo que nunca consideraron es que es posible cambiar el contexto. Mil errores se transforman en mil empujones hacia la salvación, si uno decide arrepentirse. Jimmy se dio cuenta de que no era su pasado lo que lo condenaba, sino su presente.
La sentencia de Jimmy se eleva a 86 años, en máxima seguridad. Pero si sus revelaciones en la corte fueron una confesión secular, entonces su sentencia en la prisión es como la de un hombre que se retira al monasterio para experimentar un mayor arrepentimiento. Él, ciertamente no parece infeliz por su situación. Experimenta una paz interna y vive algo así como un reencuentro con su amada ex esposa. Jimmy manipula la ley por última vez para garantizar la justicia, y es para ponerse tras las rejas para siempre. Jimmy no se merecía un final tan feliz, pero, nuevamente, ¿acaso alguno de nosotros sí lo merece?
Joseph Joyce es un guionista y crítico independiente, con sede en Sherman Oaks.