Era el otoño de 1993, hace unos 28 años. Todavía puedo escuchar a mi madre y a mi padre informándome sobre la conferencia de padres y maestros a la que asistieron en mi nueva escuela primaria.

“Ella es académicamente sobresaliente y ha hecho varios amigos nuevos”, les dijo mi nueva maestra. “Pero algunos de los niños de la clase la han apodado ‘Doña Angustias’. Elise parece preocuparse por todo”.

Las casi tres décadas que han transcurrido desde esa conferencia han implicado un esfuerzo agotador para superar (o, en ocasiones, ignorar) una mente plagada de ansiedades.

En este punto de la edad adulta, he aceptado que tengo una disposición a preocuparme y a pensar “qué pasaría si…”. Obstáculos superables, momentos de cambio, cualquier tipo de escenarios, pueden en realidad, provocarme un pánico o un ciclo de cavilación compulsiva y de dudas.

Un cóctel de genética y de circunstancias de la vida es lo que está en la raíz de mi situación; buenos consejos y una red de apoyo me han hecho posible sobrellevarlo.

El humor ayuda. Cuando estoy teniendo un momento de preocupación especialmente difícil, recurro al “The Worst Case Scenario Survival Handbook” (“Manual de supervivencia ante la peor situación posible”) (Chronicle Books, 1999), un regalo humorístico de mi padre que conservo en mi mesita de noche. Esta joya ofrece instrucciones, paso a paso, sobre cómo sobrevivir a condiciones extremas y adversas, como por ejemplo “Cómo escapar de un oso” y “Cómo aterrizar un avión”. Es una forma segura de lograr cierta perspectiva.

Como mujer de fe, lucho por conciliar la tensión entre mi fe sincera en la palabra de Dios y mi hábito de preocuparme.

No encuentro consuelo en los pasajes del Evangelio en los que Jesús les aconseja a sus discípulos que no permitan que sus corazones se turben. Tampoco respondo bien al frecuentemente citado consejo, “Ora, espera y no te preocupes”, que se le atribuye al Santo Padre Pío.

Ese tipo de consejos me hacen preocuparme por preocuparme. Sería gracioso, si no fuera tan difícil.

El Papa Francisco muestra la postura durmiente de la estatua de San José que mantiene en su escritorio mientras da una charla durante un encuentro con familias en Manila, Filipinas, en esta foto de archivo de 2015. (CNS/Paul Haring)

Encuentro más consuelo en la amonestación que Jesús le hace a sus discípulos por quedarse dormidos mientras él estaba en agonía. “Tú lo entiendes”, murmuro en mi oración cuando leo los relatos de aquella noche, pasada en el Huerto de Getsemaní.

Últimamente, mi ansiedad se ha manifestado en insomnio, esa cruel condición en la que uno no puede conciliar el sueño o permanecer dormido. Después de que mi madre recibió un diagnóstico médico devastador hace unos años, entré en un patrón vicioso de permanecer despierta durante horas, incapaz de calmar mi mente o de tranquilizar los latidos de mi corazón. Es difícil disciplinar mi imaginación cuando ésta recorre el curso de su enfermedad y nuestra vida familiar sin tenerla a ella ahí, físicamente presente.

Objetivamente, sé que el preocuparme no aliviará su problema ni me ayudará a ser una hija que le ofrezca más apoyo. Sin embargo, he pasado despierta incontables horas en la oscuridad y la quietud de la noche.

Algunas veces, el rezar el rosario me brinda un consuelo. Otras veces leo una novela para encontrar un respiro en un mundo ficticio. Pero la mayoría de las veces, sólo tengo un sentimiento de angustia e inquietud. El sueño es muy importante para el funcionamiento de la mente y del cuerpo y definitivamente no es recomendable prescindir de él durante largos períodos de tiempo.

Cerca de dos años después de que empezara mi insomnio, me topé con una estatua de San José en el vestíbulo que está fuera de la oficina de mi director espiritual. San José estaba acostado sobre su lado derecho, profundamente dormido. Me llamó la atención la imagen. Él se veía tan sereno…

Él tenía lo que yo deseaba desesperadamente: sueño REM. Más importante aún, él parecía estar en un descanso que le llegaba hasta los huesos y el alma.

La imagen se me quedó grabada. Los Evangelios relatan que, en un principio, la Sagrada Familia se encontró en situaciones bastante aterradoras: un arduo viaje antes de que María diera a luz; un parto en un establo y una huida a Egipto para escapar de un tirano malévolo, fueron la tela de fondo de los primeros años que pasaron juntos.

Sin embargo, San José era capaz de dormir. Y fue durante ese sueño que Dios le comunicó cómo debía proteger y cuidar a su familia. El sueño era el lugar en el que el miedo de San José no podía competir con su fe.

Investigué un poco y me enteré de que el Papa Francisco tiene esta imagen de San José en su escritorio. Fue uno de los objetos que se trajo de Argentina a Roma cuando fue elegido Papa.

“Al hablarle a las familias durante su visita a Manila en 2015, el Papa Francisco, dijo lo siguiente sobre San José: “¡Incluso cuando está dormido, él está cuidando de la iglesia! ¡Así es! Sabemos que él es capaz de hacerlo. Entonces, cuando yo tengo algún problema, alguna dificultad, escribo una pequeña nota y la pongo debajo de San José, ¡para que él pueda soñar sobre eso! En pocas palabras, le digo: ¡Ora por este problema!”.

Compré una estatua de “San José durmiente” para ponerla en mi mesita de noche. Con una creencia que rayaba en el sacrilegio, casi esperaba que funcionara como un talismán que me curaría de mi insomnio. En lugar de ello, me ha servido de gran consuelo cuando me encuentro despierta.

A medida que avanzan los minutos del reloj, miro a San José, agradecida de que uno de nosotros esté durmiendo. Le echo un vistazo a las notas que he colocado debajo de su corazón y recuerdo que, como cualquier buen padre, él está llevando mis preocupaciones ante Jesús.

La vida está llena de un sinfín de cosas por las que tenemos motivos legítimos de preocuparnos. Quizás en este Año de San José podemos seguir su ejemplo de entregarle a Dios nuestros problemas para que él se haga cargo de ellos hasta que salga el sol.

Después de todo, el Hijo resucita, haciendo nuevas incluso las cosas más preocupantes.